Tres de las plumas más destacadas del país se inspiran en la mítica figura de Diego Armando Maradona. Estas son sus reflexiones.
El primer sueño de cualquier niño, por Renato Cisneros
Cuando tuvimos edad suficiente para entender lo más básico del fútbol, Maradona ya estaba ahí haciendo con los pies más de lo que cualquiera de nosotros podía hacer con las manos. Verlo jugar no solo marcó la infancia y adolescencia de muchos peruanos nacidos a mitad de los setenta, sino que las mejoró con una magia que hacía olvidar o al menos posponer la pesadilla nacional. Era un escapista que nos ayudaba a escapar. Fue, además, el primer sueño con nombre propio de muchos niños de mi generación, el primer hombre al que querías parecerte, más que a tu padre o tu hermano mayor. Su cuerpo no era inmortal. Su mitología sí.
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Pequeño portento, por Raúl Tola
Diego Maradona hizo que me gustara el fútbol. Las proezas de este genio pequeño y macizo, dueño de una zurda sobrenatural, una velocidad, una inventiva, una técnica y una visión de juego prodigiosas, me abrieron los ojos a este deporte. Cuando pienso en fútbol, recuerdo sus jugadas más parecidas a milagros, su desempeño en México 86 –la mano de Dios, la jugada de todos los tiempos–, sus virguerías con las camisetas de Argentinos, Boca, Barcelona, Nápoles
y Sevilla. En la universidad éramos un grupo de fanáticos de Maradona y cada vez que nos reuníamos discutíamos sus mayores genialidades, sus goles más memorables y, cada vez con mayor frecuencia, las calamidades de su vida fuera de las canchas. Uno de esos días, mi querido amigo Tiki –maradoniano profundo e integral– sentenció que Maradona no era un futbolista, sino un superhéroe. Así era.
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La magia del Diego, por José Carlos Yrigoyen
¿En qué consiste la magia de Maradona? No en una gambeta arrasadora, un caño imprevisible o un gol desafiando todas las reglas de la física que nos enseñaron en el colegio. La magia del Diego reside en que incluso quienes nunca nos lo bancamos como ciudadano, ni como sospechoso activista político, ni como deportista en el sentido más estricto de la palabra, estemos también demolidos por la pena.
Porque Maradona era un hombre que, con sus innúmeros defectos y errores, arribó a este mundo con el rarísimo don de generar belleza de forma natural. Por instinto. Los que fuimos niños y adolescentes durante los ochenta y nos deslumbramos con él no podemos olvidar ese fulgor a la hora de las evaluaciones póstumas. La falta de gratitud no puede ser tanta.
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Hizo de la solitaria y virtuosa faena del potrero el patrimonio inmaterial de una humanidad que por esos años contemplaba cómo el fútbol se convertía en una estrategia de defensas cerradas, violencia artera y marcadores mínimos. En aquel terreno hostil, Diego Armando Maradona brilló, venció y cuando ya no pudo llegar más alto, prefirió arder que consumirse.
Algunos dicen que Pelé, Messi o Zidane no fueron menos que él. En términos futbolísticos la discusión está servida (reconozcamos que la inmortalidad no se consigue llevándose puesta a toda la defensa del Getafe). Pero en lo que respecta a su mito, no hay ni habrá punto de comparación. Y la muerte –que, como decía John Donne, no debe estar orgullosa– será apenas un hito más de su fabulosa leyenda. //