Felipe Ortiz de Zevallos

Decía Jorge Basadre que el año de la fundación de El Comercio –1839– fue aquel a partir del cual se pudo afirmar que “el Perú sería, en el futuro, el Perú”. Si bien en 1824 la batalla de Ayacucho dio término a la guerra por la independencia, José Joaquín de Larriva ironizaba: “Mudamos de condición, pero solo fue pasando del poder de don Fernando al poder de don Simón”. Entre 1825 y 1826, Bolívar –quien no quería bien al Perú– pretendió constituir una dictadura federal andina. Por ello, la república peruana recién se perfila formalmente en 1827, aunque posteriores escaramuzas con Bolivia y Colombia generaron más de una incertidumbre existencial. Fue en 1839, con la sangre derramada en la batalla de Yungay, que el Perú empieza a vislumbrar más claramente su futuro. Hasta entonces –escribió Basadre– el país vivió bajo “la sensación íntima de la transitoriedad de sus instituciones”.

Tres fueron los valores que El Comercio planteó en su fundación: orden, libertad, saber. Respecto de ellos, 185 años después, el Perú enfrenta una encrucijada crítica debido a preocupantes desórdenes recientes. Se carece de suficiente seguridad en las calles. La extorsión y otros crímenes aumentan. El gobierno no alcanza a ejercer control sobre la totalidad del territorio nacional. Aunque la Constitución vigente establece libertades económicas fundamentales, demasiados reglamentos, muchos de ellos farragosos, bloquean un crecimiento más dinámico de las actividades productivas formales. Un Poder Judicial lento y bastante salpicado de corrupción se encuentra en exceso politizado. Maestros sin calificaciones mínimas terminan siendo restituidos en sus cargos por presiones sindicales y leyes congresales; universidades poco ilustradas de emprendedores emergentes distribuyen devaluados diplomas que contribuyen, también, a descuajeringar una muy incipiente meritocracia estatal. La confianza interpersonal y un sentido de bien común han declinado significativamente. Poder Ejecutivo y Congreso compiten en desaprobación. Con muy pocas excepciones, nuestras instituciones medulares carecen de suficiente legitimidad. En las elecciones presidenciales del 2021, la suma de los votos de los dos candidatos que pasaron a segunda vuelta superó apenas el 30% de los votos válidos, casi la mitad del valor comparable de elecciones anteriores, un indicador muy representativo del deterioro político. Ante un contexto así de complejo y enredado, apenas el 3% de los peruanos considera que nuestro país viene progresando; el 75% lo ve en decadencia. Muchos jóvenes emigran.

Al protagonista de una novela de Ernest Hemingway le preguntan: “¿Cómo quebró?”, y el interpelado responde: “Pues, primero, gradualmente y, luego, súbitamente”. Estos dos tiempos –la gradualidad que da paso luego a una puntilla repentina– también son propios de los procesos políticos y sociales. Afortunadamente, la autonomía y meritocracia del Banco Central de Reserva han permitido que, esta vez, el marcado deterioro político y social vigente no haya venido acompañado, como en sendas ocasiones del pasado republicano, con una quiebra en las finanzas públicas, una inflación acelerada y una moneda devaluada. Pero esa estabilidad macroeconómica, envidia de algunos países vecinos, puede también tener, si no se le cuida lo suficiente, una declinación súbita.

Los prolegómenos para las próximas elecciones no pintan bien. Sería imprescindible iniciar la reversión del deterioro vigente antes que este devenga en una espiral. Muy puntualmente, la suma de la votación de los dos primeros candidatos presidenciales en primera vuelta debería volver a superar el 50%-60%. El Perú requiere también de algunos acuerdos y reformas políticas y jurídicas, ampliamente diagnosticadas, para garantizar gobernabilidad y postular una proyección más favorable de su desarrollo con miras al 2050. Lograrlos no es imposible, pero tampoco sobra el tiempo. Ojalá que, en el futuro, algún historiador pueda afirmar, como dijo Basadre de 1839, que el 2024 resultó un año a partir del cual se empezó a mirar el futuro con mayor claridad y, por qué no, esperanza.


Felipe Ortiz de Zevallos es fundador del Grupo Apoyo

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