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Marco Sifuentes

Esta semana se estrenó “Coco”, una película de Pixar sobre un niño mexicano ambientada en la tradicional celebración del Día de los Muertos. Se ha convertido ya en la más taquillera de toda la historia de México y en la primera en romper la barrera de los mil millones de pesos de recaudación. Para esta producción –originalmente gestada por gringos seducidos por la cultura mexicana–, Disney contrató consultores latinos (incluyendo activistas mexicanos contra la “apropiación cultural”).

Muchos de sus consejos se reflejan en el écran –por ejemplo, la chancla como arma de la abuelita– pero sus exigencias apuntaron también detrás de la pantalla: un casting 100% latino, “no brownface” (es decir, nadie que no fuera hispano actuando como si lo fuera o, peor aún, exagerando características prejuiciosas).

Debido al éxito en crítica y taquilla, la discusión sobre “Coco” se centró en las viejas representaciones, muchas veces ofensivas, de los latinos en Hollywood. En particular se mentó un caso especial: Speedy Gonzales, el ratón mexicano de Looney Tunes creado en 1955, épocas socialmente menos conscientes.  

A fines de los 90, Warner Brothers retiró discretamente de circulación a Speedy, temiendo la indignación de una comunidad latina cada vez más empoderada. Pero en el 2002, la League of United Latin American Citizens, la organización latina más antigua de Estados Unidos, lo nombró un ícono cultural y pidió que lo repusieran. La razón: a pesar de ser un estereotipo, durante años Speedy Gonzales fue el único latino que era protagonista de algo en alguna pantalla. En sociedades visuales como la contemporánea, pocas cosas son más importantes que ver representado a un miembro de tu comunidad en una pantalla. La gente necesita verse a sí misma. 

Imposible dejar de asociar todo esto con la Paisana Jacinta. Un poco como Speedy Gonzales, es posible que la popularidad de la Paisana Jacinta se deba a que, en todos estos años, es el único personaje que representa a una mujer andina que ha protagonizado una serie de ficción y una película comercial en el Perú. No hay otro caso. Ni uno solo. Que en realidad no sea ni mujer ni andina, es solo una confirmación de nuestro racismo y misoginia.  

En Estados Unidos, los latinos –sobre todo en los 50– eran minoría, y por eso es comprensible que solo hayan producido a Speedy Gonzales en esos años. En el Perú ocurre todo lo contrario: aquí se discrimina a la mayoría, no a la minoría. No hay necesidad de ponernos Isaac Humala para darnos cuenta de que existe, por lo menos, una disparidad cromática entre la realidad y la ficción peruanas. Y entonces entran en juego la oferta y la demanda: como hay una demanda insatisfecha de representación, la gente se conforma con la miserable oferta que ofrece el ‘mainstream’: en este caso, la Paisana Jacinta. Es lo que hay. 

En un país que realmente pusiera en pantalla a representantes de la mayoría, en el que la publicidad no parezca producida en Escandinavia, y cuyas películas más comerciales se atrevieran a usar locaciones al otro lado de la Javier Prado, la Paisana Jacinta se disolvería entre la indiferencia, el anacronismo y su mal gusto. No tendríamos este mismo debate desde hace veinte años. Quizás hasta podríamos haber tenido nuestro propio “Coco”.