Mario Ghibellini

El plan original era más hinchado. En la fantasía de los azuzadores de la violencia que vivimos durante los últimos meses, el pandemonio que habían montado debía terminar con una versión criolla del asalto al Palacio de Invierno. A la presidente la iban a encontrar ataviada todavía con el traje amarillo con el que juró el cargo y oculta probablemente en el mismo recoveco en el que se escondió Yénifer Paredes cuando la fiscalía fue a buscarla.

Y al premier lo pillarían justo cuando pretendía huir de la casa de gobierno disfrazado de húsar de Junín. El golpista de Chota sería rescatado de su encierro y repuesto en el poder, y la Constitución del 93, quemada, según la fórmula propuesta por el reverdecido revolucionario Duberlí Rodríguez. Lo ocurrido, además, sería exaltado en cantos épicos que las generaciones venideras se encargarían de pulir y se instalaría por fin en nuestro territorio una especie de Shangri-La bermellón en el que esta vez sí, por alguna misteriosa razón, el estatismo y la economía centralmente planificada iban a funcionar. La cosa, no obstante, no salió exactamente como querían y pronto tuvieron que resignarse al trazado de una meta más modesta.

–Chiste caro–

Las asonadas trajeron por supuesto muerte y destrucción –y no está dicho que no vuelvan a traerlas en el segundo tiempo que se promete para estos días–, pero aquello de la ‘Toma de Lima’ fue a todas luces una hipérbole. O, si se quiere, una fanfarronada. Del episodio final en la capital, el Gobierno salió en realidad fortalecido. Y eso tiene que haberles ardido a los fallidos estrategas de su derrocamiento.

Peruanos al fin y al cabo, sin embargo, no demoraron en practicar el inveterado “de nuevo y a acomodarse” y pergeñar un ‘plan B’, cuyo copete es posible distinguir a la distancia desde hace algunos días. Nos referimos, desde luego, a la iniciativa para interpelar al actual presidente del Consejo de Ministros en la que se halla empeñada toda la izquierda parlamentaria. El razonamiento es simple: la señora Boluarte todavía no termina de enterarse de lo que le ha sucedido y, de no ser por la vocación impertérrita del ministro Otárola por sostenerla en donde se encuentra, ya habría sido fagocitada por la circunstancia política que la envuelve. Si no existen entonces “las condiciones objetivas” para tumbarse a la doña, lo que hay que hacer es zamaquear a quien le sirve de punto de apoyo en medio de la tormenta. Y hacia ese blanco han enfilado sus baterías.

Con firmas de representantes de todas las bancadas en las que se trizó la que llegó originalmente al Palacio Legislativo portando las banderas de Perú Libre (más algunas adherencias de mazamorra morada), una moción para someter al premier Otárola a una serie de preguntas respecto de “las acciones del gobierno que han llevado a que el Perú sea calificado como un país no democrático” ha sido presentada, efectivamente, en el Congreso esta semana, y es probable que consiga en el pleno los votos suficientes para ser aprobada. El tema de los fallecidos en el contexto de las protestas es después de todo bastante delicado y serio como para que alguien quiera dar la impresión de no estar interesado en plantearle al jefe del Gabinete las interrogantes que corresponden. El detalle a resaltar, no obstante, es que la interpelación no parece buscar precisamente respuestas.

Los parlamentarios que quieren arrastrar al presidente del Consejo de Ministros al hemiciclo ya tienen una versión de los hechos asumida y no van a canjearla por otra en los días de la vida. En realidad, eso es lo que siempre sucede en las interpelaciones. Los legisladores de todo signo se llenan la boca diciendo que primero escucharán al ministro citado y solo luego tomarán una decisión sobre su eventual censura, pero la verdad es que desde el principio saben exactamente lo que harán cuando termine de hablar.

Con la misma exactitud, sin embargo, los congresistas que promueven la interpelación a Otárola conocen lo que ocurriría si acaso la moción de censura que se les aparece en sueños llegase a reunir las firmas necesarias y fuese sometida al voto: sería sencillamente rechazada. Y por una mayoría a la que se sumarían a lo mejor algunos de los integrantes de sus propias bancadas, temerosos de que, en la medida que aquello sí supondría el consumo de una de las dos “balas de plata” de las que disponen, el chiste podría salirles caro. La pregunta, por lo tanto, es por qué lo hacen. Es decir, por qué se afanan en un vapuleo al premier que, merecido o no, en última instancia, no tendrá consecuencias.

–Botín–

Los afanosos en cuestión de seguro responderían que proceden así movidos por un prurito principista. No es difícil imaginarlos recitando, por ejemplo, que lo hacen por la necesidad de que el país sea testigo de la indolencia con la que este gobierno enfrenta las responsabilidades derivadas de su talante represivo, o algo así. Pero quién les cree.

En esta pequeña columna, estamos persuadidos de que, para ellos, esto es simplemente una pequeña revancha. Un premio consuelo por el desconsuelo que les produjo no haber podido hacerse del premio mayor. Aunque quizás la palabra justa debería ser otra.

Mario Ghibellini es periodista