El partido de Quito se empezó a ganar en Lima. Cerca del epilogo del Perú - Colombia, cuatro días antes en el Estadio nacional, galopa Marcos López por la banda izquierda, frena en seco, levanta la cabeza y dirige un centro al corazón del área cafetera. Es el minuto 79, el rendimiento de la selección ha sido pobre y la diferencia es insalvable. La suerte está echada.
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En ese panorama sombrío, impelido por un viejo llamado de la sangre Lapadula se zambulle y trata de conectar un balón que, a esa altura, ya está siendo rechazado con violencia por un defensa. La chalaca que ejecuta el enorme Yerry Mina estuvo muy cerca de impactarle el rostro. Pudo haberlo desfigurado. No tenía sentido correr ese riesgo, el resultado no iba a variar ¿O sí? Y no lo entendemos bien. ¿O sí? Y esa es, acaso, la hoja de ruta que debe transitar un jugador cuando representa a la selección siempre, no importa cuál sea el marcador en ese instante.
Palpitaciones aceleradas, mareo y fatiga extrema, fueron algunos de los síntomas que, inundado de emociones, sintió el escritor Henri-Marie Beyle, cuando visitó la basílica de Florencia por primera vez. Stendhal, ese era su seudónimo, abrumado por la belleza de lo que observaba se descompuso físicamente. “Había llegado a ese nivel de emoción en el que se encuentran las sensaciones producidas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Me latía el corazón rápidamente y sudaba a mares”. A partir de entonces. a ese fenómeno psicosomático de reacción exuberante ante lo artístico se le conoce como síndrome de Stendhal. Una especie de sobrecogimiento ante la belleza.
Lionel Messi, Roger Federer, Nadia Comanecci o Sugar Ray Leonard son algunos de los genios del deporte que han sido capaces de exacerbar los sentidos de tal manera que el espectador sucumbe ante semejante despliegue de técnica superlativa, plasticidad estética, y perfección movimientos. Víctor Hugo Morales tras relatar el gol de Maradona a los ingleses, el mejor gol de la historia de los mundiales, terminó, disculpándose en vivo por el llanto y el desborde emocional.
Existe, sin embargo, otro tipo de embriaguez que produce el deporte en los aficionados. No siempre tiene que ver con la “techne” superlativa a la que aludía David Foster Wallace para describir la naturalidad con la que Federer danza sobre una cancha de tenis o Neymar sortea rivales en el campo. Esa otra cualidad, más terrenal que la optimización de algún talento, es la que nace del compromiso y el coraje. La que exhibe el espíritu humano ante la adversidad. Inolvidable en ese rubro, el final de la maratón de los Ángeles 1984 con la suiza, Gabriela Andersen Schiess luchando exhausta contra su cuerpo para tratar de completar los 42 kilómetros. Nadal o Lauda también ejemplifican esta clase de virtud. Una que tipo también conmueve y es contagiosa.
El partido de Quito se empezó a ganar en Lima. Dispuestos ya a bajar los brazos tras la amplia ventaja colombiana Gianluca Lapadula ingreso para volver a encender la luz. La derrota no se podía cambiar, la manera de enfrentarla sí. La semilla del triunfo cuatro días más tarde se sembró esa noche. Y eso, créanme, acelera palpitaciones, produce mareos y causa fatiga extrema. La felicidad y el síndrome de Stendhal se parecen mucho.
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