La semana pasada, en el marco del imponente escenario natural e histórico de Sacsayhuamán, el presidente Castillo lanzó su propuesta de política agraria denominada la segunda reforma agraria en el Perú. El concepto “reforma agraria” está referido internacionalmente a un proceso que tiene como propósito redistribuir las tierras agrícolas desde los terratenientes hacia los campesinos. Además de la reforma agraria de Velasco en el Perú iniciada a fines de los 60, ha habido otras experiencias latinoamericanas similares en Bolivia, Chile, México y un largo etcétera a lo largo de la historia.
El Perú es un país que se caracteriza por una estructura de tenencia de la tierra donde predomina el minifundio y no el latifundio [ver infografía]. Así, el 98% de las parcelas agrícolas tiene una extensión menor de diez hectáreas mientras que el 79% de ellas es menor de cinco hectáreas.
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Más allá de la evidente desconexión entre el título de la política y su contenido, la política anunciada consistió en una lista de medidas desarticuladas entre ellas, algunas con mayor impacto y otras –por el contrario– con abundante evidencia empírica de su ineficiencia e impacto regresivo sobre los problemas que se pretenden solucionar.
Entre las medidas que pueden ser calificadas como positivas están, por ejemplo, la promoción y la protección del agua, especialmente en las cuencas altas, a partir de proyectos de siembra y cosecha de agua, así como de infraestructura hidráulica.
En el 2012, por ejemplo, se creó el programa Mi Riego, orientado a promover pequeñas irrigaciones en la sierra del Perú, el cual hasta el 2016 financió casi 300 proyectos con una superficie irrigada total –de acuerdo a datos del Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego (Midagri)– de 96.295 hectáreas, equivalentes a más de dos irrigaciones de la costa, y su impacto en la productividad fue evaluado de manera positiva.
La promoción de la asociatividad, pero aquella que se estructura a partir de la elaboración de planes de negocios orientados al mercado como la que promueve el programa Agroideas y no como el viejo cooperativismo velasquista, también impacta de manera positiva en productividad, acceso a mercados e ingresos de los asociados.
Otras medidas anunciadas, en cambio, como la restitución y profundización de la protección arancelaria a través de la banda de precios o las compras directas para los programas estatales de alimentos no han tenido buenos resultados en el pasado.
En particular, una evaluación del economista Javier Escobal, de Grade, realizada a fines de los años 90 era contundente al demostrar que la protección arancelaria que generan las bandas de precios no había mejorado los precios en chacra para los cultivos protegidos, ni había significado mayores superficies cultivadas de aquellos productos y, finalmente, que el 80% de los agricultores que se beneficiaban con esas medidas eran “no pobres”, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Niveles de Vida.
Asimismo, en relación con los programas de compras estatales de alimentos en chacra que realizaba el Pronaa, estudios publicados por el CIES demostraron que se compraba a los agricultores de mayores ingresos, y no a los más pobres, productos de menor calidad que los que aquellos mismos vendían al mercado, y los mayores perjudicados son los pobladores que recibían esos alimentos.
La agricultura peruana viene experimentando una profunda transformación estructural desde la década del 90 en la que se liberalizó el mercado de tierras, se inició un proceso sostenido de desregulación comercial e integración con el mundo acompañada por un proceso de inversión en infraestructura de servicios públicos.
La productividad agrícola en el Perú –como lo señalan estimaciones del Banco Interamericano de Desarrollo– ha sido la de mayor crecimiento en América Latina junto con la registrada en Chile. Un ejemplo de ello es que, en ese período, las exportaciones agrícolas se incrementaron desde poco más de US$500 millones al año a más de US$6.000 millones. Una hectárea de un cultivo tradicional puede representar un valor de producción para el agricultor de poco más de US$1.000 mientras que una hectárea de un cultivo exportable puede superar en 20 veces ese valor.
No solo la producción, la productividad y las exportaciones agrícolas han crecido de manera importante desde los 90, sino que como nunca en la historia republicana han disminuido la pobreza y la extrema pobreza rural. Eso no quiere decir que no haya que construir estrategias de desarrollo para la población que habita en zonas rurales desde el ámbito nacional, sino que hay que también hacerlo desde el subnacional (regional y municipal).
La política agraria y de desarrollo rural debe insistir en la formalización de la propiedad de la tierra, en el ordenamiento y regulación de los recursos hídricos, en la promoción del desarrollo tecnológico a partir de la alianza sector privado-academia-Estado, en la expansión de una red de mercados mayoristas de alimentos a escala nacional, en el fortalecimiento de la política de sanidad agropecuaria, en el mejoramiento del sistema de información comercial agrícola y en la provisión multisectorial de infraestructura para servicios básicos (educación, salud, agua y saneamiento, caminos, electrificación y telecomunicaciones, entre otros).
Pensar que el desarrollo de la población rural se va a generar como consecuencia de implementar programas de compras estatales, de prohibiciones y restricciones al comercio internacional o a la expansión del crédito a través del Agrobanco que pierde S/8 de cada S/10 prestados es populismo puro y duro.
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