El 29 de diciembre de 1836, Charlotte Brontë, una joven maestra, ilusionada con la vocación literaria, escribió una carta al laureado poeta Robert Southey. En ella le presentaba los manuscritos de lo que consideraba sus mejores poemas, pidiéndole un juicio de valor en su intención de publicarlos. La respuesta del escritor británico, tres meses después, fue brutal. “La literatura no puede, y no debería, ser asunto de la vida de una mujer”. El golpe no la intimidó, y la escritora de veinte años siguió sujetando la pluma. Así, en 1847 publicó su conocida novela “Jane Eyre”, pero con un seudónimo masculino para poder sortear el profundo abismo que separaba a las mujeres de un mundo literario colonizado por los hombres. Currer Bell fue su nombre.
Sus hermanas Emily y Anne, compartiendo el fuego letrado, la siguieron reconvertidas en Ellis y Acton Bell, manteniendo solo las iniciales de sus verdaderos nombres. Como nos recuerda la escritora arequipeña Teresa Ruiz Rosas, con el seudónimo andrógino de Ellis Bell, Emily Brontë publicó en Londres ese mismo año “Cumbres borrascosas”, novela cuya singularidad temática y novedosa estructura suscitaron desconcierto. “De saberse que se trataba de una “autora” hubiera sido rechazado”, afirma. Se convirtió en clásico, pero Emily Brontë no saboreó el triunfo, murió en 1848 de tuberculosis, a los 30 años. Cuesta imaginarla tan joven plasmando en una obra maestra de 600 páginas, personajes del calibre de Catherine “salvaje y vital, que ardía con demasiado resplandor para este mundo” o del obsesivo Heathcliff, cuya sed de venganza y odio brotaban irrefrenables de múltiples humillaciones sufridas y del amor y la pasión traicionados”, señala.
La masculinidad como máscara
Como las Brontë, son muchas las escritoras que tuvieron que apelar a un nombre de hombre como ajustada máscara. Amantine Aurore Dupin (1804-1976) solo fue popular tras el nombre de George Sand, Matilde Cherner (1833-1880) solo conoció la popularidad como Rafael Luna, Violet Paget debió pasar por Vernon Lee y Mary Ann Evans (1819-1880) firmaba tras el nombre del indudable varón de George Eliot. En tiempos de que las conquistas alcanzadas por las mujeres alcanzan un punto de no retorno parece haber llegado el momento en que las autoras obligadas a sobrellevar un seudónimo masculino sean reconocidas por sus verdaderos nombres.
Por lo pronto, eso resulta claro para la editorial Destino, en cuya serie “reveladas” viene distribuyendo en nuestro país las novelas “Indiana” de Dupin, “Silas Marner” de Evans, “Ocaso y aurora” de Cherner y “Embrujada” de Paget, por primera vez luciendo los nombres reales de sus autoras y cubriendo con una tachadura en la portada el seudónimo masculino, una clara enmendadura de la historia.
Por supuesto, son decisiones editoriales que no están exentas de polémica. En la historia literaria, los pseudónimos son un disfraz que no solo esconden, sino que revelan un tiempo y una problemática. Para algunos críticos, reescribir la historia eliminando aquellos conflictos puede quitar parte del sentido en la relación entre la autora y su público.
Dupin y el travestismo
Quizás lo más adecuado es analizar caso por caso. Por ejemplo, el origen del seudónimo George Sand fue el hecho de que la francesa Dupin empezaba a escribir para el diario Le Figaro, ya casada, en colaboración con su amante Jules Sandeau. Olga Saavedra, profesora de Literatura de la Universidad de Lima, destaca que a partir del empleo de este seudónimo, también la autora empezara a vestir trajes masculinos con mayor regularidad. “De esa manera, no solo penetró más fácilmente en ese mundo editorial francés absolutamente patriarcal, sino que pudo recorrer París con libertad y explorar lugares en los que las mujeres no eran admitidas. Convirtió su vida en una performance que demostró que la mujer solo podía obtener derechos si ocupaba el sitio del hombre, visibilizando las desigualdades de género”, afirma.
Coincidiendo con Saavedra, la escritora Kathy Serrano señala que publicar bajo seudónimo de hombre, le permitió a Dupin vivir como la mujer más plena, libre y creativa de su época. “Fumaba en público y vestía de levita, chaleco y pantalón. Optó por el divorcio para ser feliz y libre junto a su hija y su hijo, vivió el amor a plenitud, además de escribir más de sesenta novelas, medio centenar de relatos, treinta piezas de teatro, innumerables artículos y una infinita correspondencia”, precisa. Para la escritora francesa, ocultar su nombre era imprescindible para garantizarse un mínimo de libertad, Luego, ya no le importó porque George Sand era el nombre por el que se la conocía en público.
Evans contra el estereotipo
El caso de Mary Ann Evans es diferente. La novelista Jennifer Thorndike nos recuerda que la autora inglesa era ya conocida como una celebrada crítica cuando tomó la decisión de escribir ficción, tras una serie de artículos y ensayos sobre Filosofía, Historia o Ciencias Sociales. “Para hacerlo, no solo cambió su nombre, sino también su género. Esto lo hizo porque, como escribió en su feroz ensayo “Silly Novels by Lady Novelists”, la literatura escrita por sus contemporáneas se centraba en tramas triviales asociadas con el romance. Evans quería hablar sobre la realidad: del estatus de las mujeres en la sociedad, de la política, de la hipocresía. Quería crear personajes psicológicamente complejos”. Por ello, señala Thorndike, Evans temía que si escribía con su nombre iba a ser considerada una escritora “light”. “Eso nos da una lección: creer en estereotipos que aseguran que las mujeres únicamente escribimos de “ciertos temas”, siempre asociados con la intimidad”, explica.
Para la escritora cusqueña Karina Pacheco, Mary Anne Evans, resulta un personaje deslumbrante. “Que usara un seudónimo masculino para sus novelas estuvo especialmente motivado porque las publicó cuando ya vivía con un hombre casado (otro librepensador que no podía divorciarse), un hecho que suponía un escándalo por su condición de mujer (varios autores varones de la época mantenían relaciones extramaritales conocidas sin que esto mermase su crédito). En nuestro país, su obra ha tenido escasa difusión, pese a que sus novelas, en particular “Middlemarch”, están consideradas entre las cumbres de la literatura inglesa”, apunta.
Galería de máscaras
Una galería de escritoras que utilizaron nombres masculinos para desafiar a la cultura de su tiempo no podría estar completa sin los nombres de Sidonie-Gabrielle Colette (1873-1954), quien publicó sus primeras obras no bajo seudónimo, sino siendo literalmente suplantada por su primer marido, Henry Gauthier-Villars. Víctor Catalá fue, en realidad, Caterina Albert i Paradis (1869-1966), quien tras las duras críticas por publicar su novela “La infanticida” con su verdadero nombre, continuó escribiendo bajo un membrete masculino. Louisa May Alcott (1832-1888), la creadora de “Mujercitas”, firmó como A.M. Barnard unas novelas góticas y románticas en las que trataba temas como el adulterio o el incesto, tabúes para la época victoriana. Isak Dinesen es el seudónimo de Karen Blixen (1885-1962), la autora danesa de “Memorias de Africa”, mientras que “Frankestein o el moderno Prometeo” fue publicado anónimamente en 1818, tiempo en que lectores y críticos dieron por hecho que el autor de la novela era Percy B. Shelley, ignorando a su esposa Mary Shelley (1797-1851), la inmortal autora. Y en los tiempos actuales, el caso más conocido es el de J.K. Rowling. La autora Joanne Rowling debió usar solo sus iniciales por indicación de los editores de Bloomsbury, quienes pensaban que los adolescentes lectores varones no sintonizarían con el nombre de una mujer. La británica también publicó El canto del Cuco bajo el nombre de Robert Galbraith.
Dos casos peruanos
¿Y en nuestro país, que casos de autoras escondidas por seudónimos masculinos podríamos citar? Karina Pacheco nos comparte un caso paradigmático y fundador es el de la poeta Amarilis, de quien hasta hoy se desconoce el nombre, pese a que su “Epístola a Belardo”, de inicios del siglo XVII, supone un hito en la literatura colonial peruana. “Solo sabemos que nació en Huánuco. Más allá del hálito romántico de esa epístola, destaca su adscripción al mundo nuevo que iba surgiendo en América. Aunque no usara un seudónimo masculino (como tampoco lo hicieron tres siglos más tarde Zoila Aurora Cáceres, hija de Andrés Avelino Cáceres, ni Angélica Palma, hija de Ricardo Palma) el ocultamiento de su nombre verdadero a la hora de publicar nos revela el temor a romper con las posiciones de subordinación asignadas a las mujeres”, señala.
Un ejemplo más reciente nos lo regala la poeta Carmen Ollé: el caso de la poeta barranquina Nelly Fonseca (1920-1963), redescubierta después de décadas de olvido. “Un accidente la dejó parapléjica a los 9 años. Desde entonces, se vio confinada a una silla de ruedas. Para liberarse de su inmovilidad buscaba ser otra y se vestía con trajes masculinos. Su primer poemario “Rosas matinales” lo publicó a los 12 años y lo firmó con el seudónimo de Carlos Alberto Fonseca. Nelly siguió firmando así sus libros por los que obtuvo varios premios”, añade.
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