Una solitaria casa inacabada se atisba a las afueras de Radelychi, una humilde aldea de la campiña occidental ucraniana. El aire gélido se cuela por las rendijas del desnudo edificio mientras Tetiana Kisil observa los muros de cemento con los ojos tristes y el corazón vacío. Allí iba a vivir con su hija, Verónika, de cinco años, y su marido, Vasyl, que construyó el hogar desde los cimientos. De esa esperanza, ya sólo quedan cenizas. La guerra se llevó a su esposo y dejó un dolor insondable en sus entrañas.
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“Estoy rota, intentando recomponerme pieza por pieza. Mi vida se arruinó en el momento en el que me dijeron que mi marido había muerto en los combates de Jersón”, lamenta la viuda, de 30 años.
Ahora vive para que su hija Tetiana se sobreponga a los horrores de la guerra. “Vasyl murió a principios de octubre. Fui a Leópolis a reconocer su cuerpo. Era él. Entonces volví a la casa. Mi hija estaba allí. Le dije que papá no volvería. Que estaba en el cielo. Ella empezó a llorar. Entiende ahora que su padre es un ángel, y por eso hemos colocado sus fotografías por toda la casa”.
Tetiana ha decidido quedarse en Ucrania a pesar de la crudeza de su tragedia. No quiere unirse a los ocho millones de personas que han salido del país, convirtiéndose en refugiados. Es médico de familia en su pequeña localidad, y continúa ayudando a sus vecinos.
Su catástrofe es apenas un grano de arena en la debacle que sufre el país. Más de 8.000 civiles han muerto en el año transcurrido desde el inicio de la invasión rusa. Ese número es apenas el verificado por Naciones Unidas. La cifra real es, sin duda, mucho mayor. Fuentes occidentales hablan de entre 30 mil y 40 mil ciudadanos ucranianos fallecidos. No se conoce, tampoco, el número de militares y voluntarios muertos. Es información clasificada por el Gobierno debido a motivos estratégicos.
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El conflicto ha dejado al país en situación de crisis humanitaria. Más de 8 millones de personas han dejado Ucrania. Muchos de quienes se han quedado, malviven. El 40% de la población -casi 18 millones de personas- necesita ayuda humanitaria en un país hundido en la tragedia y donde la guerra ha roto familias para siempre.
Entre el dolor y el recuerdo
Olena Zhuravlova ha colocado con mucho cariño dos fotografías de su marido Oleksii sobre la repisa de madera de su salita de estar, pequeña, como todas las estancias del vetusto edificio de la era soviética que habita en la ciudad de Leópolis.
Junto a las imágenes ha situado una medalla. En la cajita que guarece la insignia aparece también una pequeña carta, firmada por el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski. Una dosis de orgullo en un océano de tristeza. Oleksii murió en combate en la región de Lugansk, menos de un mes después del inicio de la invasión rusa. A Olena la avisaron por teléfono.
“Mi vida ha cambiado de forma extrema. Lo echo mucho de menos. He estado yendo al psicólogo, pero desafortunadamente no me ha ayudado. Él fue un marido excepcional, por más de 22 años. Fuimos muy felices juntos”.
Oleksii tuvo claro lo que quería. Se alistó nada más iniciar la invasión, sin mayor experiencia militar que el servicio obligatorio de un año realizado en su juventud.
“La guerra empezó un jueves y él acudió al comisariado a firmar el viernes. Yo no quería que muriese, pero era imposible pararlo. No lo dudó. Dijo que lo hacía porque no quería que su hijo fuera a la guerra”
Dos veces por semana, la viuda acude al cementerio de Leópolis donde está enterrado su marido. Las tumbas de los combatientes han sido situadas en una explanada en el exterior del recinto. Un crisol de banderas amarillas y azules de Ucrania anuncia en el lugar decenas de tragedias. Algunas de las tumbas son recientes, de militares o voluntarios que han muerto en combate hace apenas unos días.
Sus familias han podido enterrarlos. No sucede en todos los casos. “Desde marzo hay cuerpos que no se han encontrado. Continúan en los lugares donde tuvieron lugar las batallas”, expone Bohdana Sirkiv, presidenta de la Asociación de Caídos de Leópolis.
La difícil recuperación
Vasyl no tuvo dudas en ir a la guerra, como tampoco las tuvo Eugene Sharp, un expolicía que se enroló en el Ejército como voluntario cuando estalló el conflicto. Fue alcanzado, en diciembre, por fragmentos de un proyectil disparado por un tanque, y perdió una pierna.
“No me arrepiento de haber ido a la guerra. Sólo me arrepiento de no haber pasado el tiempo suficiente en el frente. Tendría que haber hecho más de lo que hice cuando estuve allí. En cuanto me recupere quiero volver al Ejército y ayudar. Si no soy capaz de combatir, puedo hacer otras cosas, como, por ejemplo, papeleo”, expone mientras realiza ejercicios de rehabilitación en un hospital para amputados de guerra situado en Leópolis.
El sonido de la bicicleta de mano que mueve Eugene con decisión, ante la mirada atenta de su doctora, inunda toda la habitación. Parada al lado de la máquina, la silla de ruedas que el decidido soldado tendrá que usar toda su vida.
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“Tengo mujer y un hijo”, expone el voluntario, de 28 años. “Fue duro para ellos darse cuenta de lo que había pasado, pero, al mismo tiempo, gracias a su ayuda me estoy recuperando más rápido. Mi sueño es volver a mi vida normal. A lo que tenía antes. Y seguir en el Ejército, claro”.
Ruksana Smila mira atentamente a Eugene mientras hace sus ejercicios. La joven, de 24 años, es su fisioterapeuta y dirige la sesión. Trabajaba con deportistas antes de la guerra. Ahora rehabilita a los soldados mutilados. Lo peor para ellos, dice, no es la pérdida de sus extremidades, sino los terrores que han vivido en el conflicto.
“Trabajar en su rehabilitación física no es difícil. Sí lo es tratar sus problemas psicológicos. Su salud psicoemocional no es buena después de la guerra. Es duro, sobre todo, escuchar las historias que cuentan quienes fueron capturados. Los rusos hacen cosas muy malas con nuestros soldados. Es difícil escucharlo”.
En otra habitación del hospital espera su prótesis Igor Bolney, un ex minero de 48 años que se alistó como voluntario poco después de que iniciase la invasión. Pisó una mina en el frente de Jersón y perdió una pierna.
“No me arrepiento en absoluto de ir a la guerra. Soy voluntario y así tiene que ser. Todo está bien ahora salvo que no voy a poder seguir en la guerra hasta que acabe”, asegura el soldado, mientras mira su futura prótesis, que el especialista Nazar Bahnyuk construye con mimo.
Igor fue evacuado apenas dos horas después de la explosión, pero eso no sucede en todos los casos, cuenta Nazar.
“Hay veces que los soldados cuentan con primeros auxilios de forma inmediata, pero otras veces les aplican el torniquete y pueden estar esperando la evacuación durante dos días”, comenta el prostético, que tiene muchos más pacientes que antes de la invasión.
El sonido constante de la lija sobre la escayola no cesa mientras Igor divaga en silencio con la mirada perdida. Probablemente nunca olvide los horrores vividos en una guerra que ha arruinado millones de vidas.
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