ÁNGEL HUGO PILARES @angelhugo Desde Boston

Es un sábado cualquiera en Boston. Todos se alistan para el partido de los Red Sox, el equipo local de béisbol. El viento deja caer pétalos y uno no deja de estremecerse al recordar que hace apenas un mes esta población temerosa ha sido víctima de uno de los mayores atentados de su historia. Acabo de llegar y es el sábado que precede al 15 de mayo. Pero hace casi un mes Boston era otra ciudad.

Yo estaba a una cuadra, me cuenta Abdi Gullied, el empleado de una farmacia cercana que despachaba cuando sintió dos remezones con apenas segundos de diferencia. Vimos por la ventana a la gente corriendo y gritando. Teníamos miedo de salir. La policía llegó cuatro o cinco minutos después y la zona fue cerrada. Tuvimos que ir a casa y estuvimos sin trabajar durante tres semanas.

El último 15 de abril los hermanos Tamerlan y Dzhojar Tsarnaev eran dos personas más en la muchedumbre que esperaba en la línea de llegada de la Maratón de Boston. Con la diferencia de que portaban las bombas que minutos después se encargarían de subvertir el orden de esa ciudad al dejar tres personas muertas y más de 300 heridos cuyas imágenes nos llenaron de terror.

EL CAOS Las bombas estallaron frente al 671 y al 775 de Boylson Street, una de las calles más transitadas de la ciudad en la que se encuentra la biblioteca pública. La calle, me cuenta Abdi, fue cerrada durante nueve días. El negocio en el que trabaja perdió 400 mil dólares en ventas y el asunto no solo ocurrió en el centro. La zona de Cambridge, donde los hermanos Tsarnaev mataron a un agente de seguridad tras robar un establecimiento y luego se liaron a balazos con la policía, también fue cercada. En ese enfrentamiento Tamerlan murió y su hermano fue severamente herido.

Pero eso no es lo único que afecta a Abdi: Podría decir que hubo reacciones mixtas. Algunos estaban molestos, otros preocupados () No tengo palabras porque no puedo imaginar que alguien vaya a herir a alguien con quien no tiene nada que ver. No puedo ver ningún gran argumento para eso. No hay forma de decir si fue bueno o malo, es incuestionable: no solo dañaron la propiedad y el espíritu de la ciudad, sino que hirieron a la gente. Soy musulmán. Soy de la misma religión por la que ellos pelean, pero no puedo explicarlo.

EL CHICO QUE FUMABA WEED En la primera imagen que los medios y la policía tuvieron de los atacantes, Dzhojar Tsarnaev aparece con una casaca oscura y una gorra gris con la visera hacia atrás. Abdi, el empleado de una tienda a una cuadra del lugar de los atentados, dice que algún amigo suyo aseguraba conocerlo. Tú lo veías y era un chico como cualquier otro, un chico que salía con sus amigos. Eso sí, fumaba mucha hierba, le dijeron.

De origen checheno, Dzhojar creció entre Kirguistán y Kazajistán antes de arribar a Boston con 14 años para estudiar en el Cambridge Rindge Latin School, de donde se graduó el 2011 luego de ser becado por sus conocimientos en lucha libre. Su hermano era un aspirante a boxeador olímpico de trunca carrera convertido al Islam, y habría tenido vínculos con grupos extremistas. Curiosamente él admitió alguna vez que habría preferido pelear por EE.UU. y no por Rusia, pese a que no tenía amigos estadounidenses, porque no los entendía. Yo creo que el loco era el mayor, comenta Abdi indubitable.

UN MES DESPUÉS Boylson Street luce casi como siempre. Solo algunas guirnaldas y fotografías en los lugares donde detonaron las bombas alteran lo que sería una calle cualquiera en un lugar cualquiera. Un restaurante aún sin reconstruir da cuenta del drama de los que perdieron algo menos importante que la vida: el Boston Globe asegura que los propietarios de grandes y pequeños negocios esperan que el gobierno no denomine el atentado oficialmente como terrorismo, pues nadie compró un seguro que cubriera ese tipo de actos. En una ciudad como esta, nadie esperaba que dos tipos hicieran algo así.

Casi un mes después del atentado, un sábado cualquiera, la gente se alista para ver a los Red Sox. Aquellos que luego verán con ojos arrasados por las lágrimas cómo una de las sobrevivientes da el lanzamiento inicial del juego, caminan por Boylson Street en dirección hacia Fenway Park. Algunos se detienen en lo que los gringos llaman The Memorial, un espacio que el espontáneo homenaje de ciudadanos de Boston y de todo el mundo ha convertido en un santuario.

Copley Square, el lugar donde se encontraba el centro médico de la maratón, es el sitio elegido para dejar todo tipo de recuerdos: desde mensajes de aliento hasta osos de peluche o zapatillas de los corredores. Ahí donde uno no puede dejar de estremecerse al ver el homenaje del mundo hacia los muertos y heridos, hay un cartel que dice: Martin Richard, a la edad de ocho, sabio a pesar de sus años, dejó al mundo un poderoso mensaje No más personas que sufren. Paz’.

Son las 10 de la mañana. Un grupo de corredores llega. Los atletas hacen esta parada en su rutina diaria para orar. Uno de ellos, Chris Carter, me dice que la ciudad se está recuperando. Que el miedo ha empezado a irse. Que la gente se ha unido. Que el lema B Strong (Ser fuertes) los ha ayudado a mirar hacia adelante y pensar que, si bien un drama como este pudo haberlos convertido en peores personas, los ha hecho mejores. Y luego sigue corriendo.