‘Inflamación’ es el sustantivo; ‘inflamatorio’ o ‘inflamatoria’, el adjetivo. Usted puede tener una inflamación, pero no una inflamatoria de garganta… O quizás ahora sí. Porque si, a fuerza de insistencia burocrática, ‘declaratoria’ se ha convertido en un sinónimo pomposo de ‘declaración’, ¿qué impide que suceda lo mismo con ‘inflamatoria’? A fuerza de insistencia, siempre se puede convertir un adjetivo en sustantivo, pero en la confusión entre uno y otro se pierde algo valioso.
A las personas que quieren aparentar sofisticación les encanta torcer la lengua. En el sentido literal y en el figurado. Así, al tomar la palabra, contorsionan artificiosamente el órgano en cuestión y también deforman el idioma. Nunca reciben, siempre ‘recepcionan’. Jamás abren, solo ‘aperturan’. Y, si alguien se los observa, arguyen inflando el pecho que las palabrejas de marras ya figuran en el diccionario de la RAE. Ignoran que los pobres señores de la Real Academia no tienen más remedio que recoger esas voces en su catálogo, de la misma manera en que un naturalista no podría dejar de incluirlos a ellos en un hipotético bestiario.
–Aguda pero llana–
El mal que describimos afecta a abogados y economistas, a líderes sindicales y presidentes de gremios empresariales; y, por supuesto, también a los coleguitas de la prensa televisiva, radial y escrita. Pero, sobre todo, a los políticos, siempre en procura del lustre que echan en falta, ya sea falseando títulos académicos o ensayando una jerigonza que los haga parecer doctos y sapientes.
Es en ese contexto que tenemos que ubicar la “declaratoria de emergencia” en San Juan de Lurigancho, San Martín de Porres y Sullana, anunciada esta semana por el Gobierno. En realidad, todos los entusiastas de la medida que aluden a ella con la referida expresión podrían llamar a las cosas por su nombre y decir: “declaración de emergencia”. Pero quién los convence. A pesar de ser aguda, ‘declaración’ es para estos fines una palabra muy llana. Misia, para ser precisos. No les presta a quienes la pronuncian el oropel con el que sueñan. Y, en consecuencia, ministros, alcaldes y generales han repetido en estos días con voz engolada: ‘declaratoria’.
Hay, además, una curiosa fe en el poder de las palabras como fórmulas mágicas para instaurar una realidad. Como los sandios que creen que, al escribir en un texto constitucional que todos los peruanos tienen derecho a una vivienda digna, tales viviendas brotarán espontáneamente en el territorio nacional, los que se aferran al término ‘declaratoria’ tienen sus propias fantasías. Piensan, daría la impresión, que al llamar así a una disposición que poco podrá cambiar la situación crítica de la seguridad en los lugares en donde ha sido dictada, conseguirán que sus efectos devengan de pronto milagrosos. Los soldados apostados en una esquina de San Juan de Lurigancho difícilmente disuadirán a los extorsionadores que operan en ese distrito de continuar con su lucrativo negocio. Pero, quién sabe, si ello es producto de una rimbombante ‘declaratoria’ y no de una vulgar ‘declaración’, a lo mejor se dejan atarantar y le bajan tantito la viada al ‘business’.
El problema, como apuntábamos al principio, es que en la confusión de adjetivos con sustantivos –o de lo accesorio con lo importante– se pierde algo esencial. Y la ‘declaratoria’ que nos ocupa es adjetiva. O, peor todavía, cosmética. Si fuera algo “bien pensado”, como reclama ahora la presidente Boluarte, habría formado parte de su cacareado plan homónimo. Pero para todos es evidente que se trata solo de un recurso sacado de la manga a último momento. Ante el apremio de no tener nada sustantivo que proponer frente a la calamitosa situación de la seguridad en el país, venga el adjetivo. “Esta declaratoria de emergencia va a permitir el control interno a cargo de la Policía Nacional y el apoyo estratégico en los activos críticos a cargo de las Fuerzas Armadas”, ha proclamado esta semana el presidente del Consejo de Ministros, Alberto Otárola, con el rostro agestado de los que saben cómo domar una gran amenaza. Y las bisagras de la mecedora se han dejado escuchar a la distancia.
Menos dotada para aparentar certeza en medio de la cháchara, en cambio, ha demostrado ser la presidente Boluarte. Tras dar a conocer la medida en cuestión desde Nueva York, la gobernante, en efecto, se crispó ante una simple pregunta de la periodista Angélica Valdés al respecto. “Estamos en un evento internacional; le voy a agradecer que los temas del Perú los vamos a tratar en el Perú”, le espetó. Y no contenta con ello, ante la insistencia de la reportera, añadió: “Está usted un poco agresiva con su pregunta, señora”. Una reflexión que, al entender de algunos, habría estado dirigida en realidad a sí misma.
–Conciencia de inconsistencia–
De cualquier forma, el trato que le dispensó a Angélica sugiere una cierta conciencia sobre la inconsistencia de la medida que acababa de dictar. Un temor a responder demandas elementales acerca de su, digamos, opinable utilidad. Aunque quizás estemos pecando de suspicaces y lo que le pasaba era sencillamente que estaba agobiada por un mal que le impedía hablar. Pero eso sí: un mal sustantivo, por supuesto. Como una inflamatoria de garganta, por ejemplo.
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