En los últimos días se ha debatido en nuestras páginas sobre la pertinencia de reforzar, conforme lo busca un proyecto de ley en el Congreso, el servicio militar obligatorio. En base al proyecto, tendrían responsabilidad penal quienes incumplan con presentarse en los cuarteles si salen seleccionados en el sorteo que la ley manda realizar entre los jóvenes de 18 a 25 años cuando no hay suficientes voluntarios para satisfacer los requerimientos de personal militar (es decir, todos los años).
Los argumentos que se dan a favor de esta obligatoriedad son múltiples. Algunos son más pragmáticos y otros más de principio.
Entre los primeros, acaso uno de los más repetidos sea que no tenemos suficientes efectivos para garantizar la seguridad nacional frente a amenazas internas, como la del Vraem, o para disuadir eventuales amenazas externas. El otro es que el servicio militar sirve para educar en una serie de valores y habilidades a muchas personas que de otra forma no tendrían posibilidad de acceder a ellos.
Los argumentos de principio, por su parte, se pueden resumir en el tema del amor a la patria: se presume que el servicio militar obligatorio es una forma de expresarlo y cultivarlo.
Todos estos argumentos pasan por alto lo que significa la palabra ‘obligatorio’ en el contexto de un ‘servicio’ prestado mediante un trabajo personal. Es decir, pasan por alto que eso implica que un tercero pueda tener más derecho sobre un individuo que él mismo, pudiendo decidir a qué se dedicará este último, a quién obedecerá, cuánto trabajará e incluso, dadas las condiciones del servicio militar, dónde vivirá, qué comerá y cuándo podrá salir a la calle. En otras palabras, son razones que ignoran lo que supone que alguien más pueda disponer de la totalidad del ser de una persona, prescindiendo de su consentimiento.
En nada cambia lo anterior que ese tercero que se reserva el derecho de ejercer su total dominio sobre uno sea el Estado ni que lo haga solo a causa de una necesidad. Después de todo, la necesidad que otros (por muchos que sean) puedan tener sobre los individuos no determina el límite de la propiedad que cada cual tiene sobre su propio cuerpo y energía. No dan derecho a esclavizar –aunque sea temporalmente– ni el tamaño del provecho que se pueda sacar de hacerlo ni el número de personas a las que alcanzará este provecho. Como bien lo ha dicho nuestro columnista Alfredo Bullard, así como el Estado necesita individuos que defiendan su seguridad física, también necesita personas que construyan carreteras, y no por ello existe un servicio de construcción obligatorio.
Tampoco varía lo anterior que los reclutas del servicio militar reciban un pago por sus servicios: el punto está en que no pueden ni rechazarlo ni negociarlo. Sin duda es cierto que este pago en muchos casos comprende –como lo ha dicho alguna vez el presidente Humala– una inapreciable transferencia de valores (incluyendo el espíritu de solidaridad que se suele cultivar en los cuerpos donde la integridad de cada uno puede depender de los otros) y, en general, una forja de carácter. Pero ello tampoco justifica la obligatoriedad: cuando hablamos de adultos el individuo debe poder ser el primer juez de su propio bien y todo lo que suponga inyectarle alguna virtud contra su voluntad es, antes que un bien, una violación de su esencia humana y de su dignidad. Además, la idea de que el Estado pueda disponer al gusto de sus ciudadanos siempre y cuando sea para el propio bien de ellos es una puerta muy peligrosa de tener abierta, como demuestra la historia.
Finalmente, el argumento del amor a la patria es falaz. Los sentimientos, por definición, no se imponen. Una relación que comienza con una amenaza de consecuencias penales tiene muchas más posibilidades de llegar a ser síndrome de Estocolmo que amor.
Desde luego que es muy loable que haya voluntarios para el trabajo militar en una sociedad. Como lo es también, por ejemplo, que haya médicos que presten voluntariamente servicios públicos. Pero si estos voluntarios no son suficientes para llenar sus necesidades de seguridad, el Estado debe hacer con estas lo mismo que hace para llenar su necesidad de carreteras: contratar. Es un método más caro, sin duda, pero su indudable comodidad económica nunca hizo justificable el trabajo forzado.