Gregorio Santos rompió el fin de semana pasado el supuesto “diálogo” reanudado en Cajamarca con la aparición de los sacerdotes intermediarios Miguel Cabrejos y Gastón Garatea. Su excusa esta vez fue que el Gobierno se negó a levantar el estado de emergencia. Una excusa, por decir lo menos, poco pudorosa, teniendo en cuenta lo que ha hecho la protesta que él (co)encabeza cuando no ha habido dicho estado de excepción: entre otras cosas, secuestrar la ciudad de Cajamarca durante 7 días y atacar una municipalidad de la región para castigar a su alcalde, quien cometió el atrevimiento de deslindar implícitamente del movimiento anti-Conga. En ambos casos la protesta usó armas de fuego y en Celendín hubo incluso policías con heridas de bala para atestiguarlo. No en vano la violencia anti-Conga ha causado ya cinco muertes y más de 60 heridos (además de incendios de vehículos y locales en varias ciudades de la región). En el caso del secuestro al que aludimos, por su parte, los “comités de autodefensa” bloquearon a la ciudad entera, impidiendo la entrada y salida de ella a personas y mercancías (incluyendo víveres y medicamentos), y obligando a sus habitantes a cerrar comercios, escuelas y mercados.

En este contexto, lo que en realidad estaba diciendo el señor Santos, cuando afirmaba que no iba a dialogar mientras no se levantase el estado de emergencia, es que no iba a hacerlo mientras no le devolviesen su garrote. Que solo teniéndolo de vuelta en sus manos estaría dispuesto a volver a sentarse en la mesa de diálogo. No sin razón, parece pensar que este garrote añade un plus a sus habilidades negociadoras, sobre todo habida cuenta de la destreza que él y los suyos han demostrado para manejarlo.

Pese a lo anterior, el Gobierno, en un despliegue de patetismo notable, se mostró ansioso en dar marcha atrás a los pocos días de decretar la prórroga del estado de excepción y, en buena cuenta, imploró a Gregorio Santos que, cuando buenamente pudiera, hiciese la generosa concesión de comprometerse a no volver a generar disturbios si se levantaba la medida (“no empujen a las autoridades de Cajamarca” dijo el primer ministro). Es decir, frente a la presión, el Gobierno volvió a titubear. A lo que Santos respondió de la manera esperable: subiendo la presión. Declaró que él no podía garantizar que no volvería a haber disturbios y que, de hecho, para retomar el diálogo no se necesitaba ya solo que se levantase el estado de emergencia, sino que se paralizase Conga y se sancionase a los policías que reprimieron el intento armado de tomar la comisaría de Celendín.

No obstante esta predecible respuesta, el Gobierno aparentemente sigue “estudiando” el modo de levantar el estado de excepción y de dar así a los dirigentes cajamarquinos “la señal de confianza” que los facilitadores han pedido. De esta forma, ni Gobierno ni facilitadores parecen estar entendiendo que no es a ellos a quienes se está protegiendo con el estado de emergencia, como para que puedan disponer de él tan discrecionalmente, sino a todos aquellos cajamarquinos que, sin participar de la protesta y siendo tan ciudadanos como los manifestantes, han visto violados muchos de sus derechos más básicos por estos últimos. Después de todo, cada vez que se bloquea una carretera la que sufre no es esta, sino quienes quieren transitar por ella. De la misma forma, cada vez que se impide abrir las tiendas, o llegar a su destino a los turistas porque se cierra el aeropuerto, los que reciben la pegada son los comerciantes, quienes solo en el paro de noviembre calculan haber perdido al día US$10 millones (lo que explica que la Cámara de Comercio de Cajamarca pidiese explícitamente la prórroga del estado de excepción). Cuando se cierran los colegios, por otra parte, los afectados directos son los niños (además de sus padres, que se ven así privados de su derecho a educarlos). Y cuando hay fuego y balas, en fin, es a toda la población a la que se le pone en riesgo su seguridad física. Todo ello, para solo nombrar algunos ejemplos de lo que ha pasado en Cajamarca desde noviembre pasado.

En suma, sería muy bueno si tanto los facilitadores como el Gobierno toman plena conciencia de esto: en circunstancias como las de Cajamarca, donde el uso de la fuerza ha sido reiterado y donde no parece haber la menor intención de dejarlo atrás, el estado de emergencia no es más que el escudo de los ciudadanos a los que se venía aplicando esta violencia, usándolos como los rehenes de la protesta. Que no se pida pues con tanta ligereza al Gobierno dar la señal de “confianza” del levantamiento del estado de excepción y que este no se muestre tan fácilmente dispuesto a conceder el pedido. Esa confianza no es suya para dar.