En la clausura de la IV Conferencia Anticorrupción Internacional, el contralor de la República, Fuad Khoury, declaró que los corruptos en el Perú no tienen miedo, pues persiste la impunidad. Y en buena medida tiene razón, sin duda. No obstante lo cual, es importante que el contralor sea consciente de que el gran reto para su institución no lo suponen solo quienes no tienen miedo en el país, sino también quienes sí parecen paralizados por él; a saber, todos los niveles con poder de decisión de la administración pública. Es decir, en revisar si está apuntando bien al corazón de la corrupción, o si más bien está gastándose en perseguir formalismos.
Las cifras que dio el mismo contralor sobre el trabajo de su organización parecen apuntar a esto último: la contraloría ha denunciado a 4 mil funcionarios públicos en los últimos cuatro años. De ellos, solo 300 casos han recibido sentencias, y únicamente 90 de estas fueron condenas. Lo que quiere decir que la tasa de éxito de las denuncias de la contraloría ha sido solo de un tercio. Una tasa sin duda demasiado baja (aun descontando la parte de culpa que puede tener nuestro Poder Judicial en ella), como para que no dé lugar a pensar que la contraloría está haciendo denuncias febles. Más aun si tomamos en cuenta que, conforme a declaraciones del juez supremo Víctor Prado Saldarriaga, no han sido 300 sino 904 las sentencias que en el mencionado período han recaído sobre casos iniciados por la contraloría, lo que ya hablaría de una tasa de éxito de solo 10%. Y que, por otro lado, los grandes casos de corrupción en el mismo período han sido denunciados por los medios o por terceras personas y no por la contraloría.
Ciertamente, esto ayudaría a explicar por qué nuestros funcionarios públicos parecen tener tal pavor a dar aprobaciones de cualquier tipo. Atrapados entre un fárrago infinito de normas a menudo ambiguas o incumplibles y una contraloría que busca tres pies al gato para disparar observaciones y acusaciones sin mucha discriminación, nuestros empleados públicos se comportan como en un campo minado, donde lo más seguro es no moverse. O empiezan más bien a actuar en falange, realizándose mutuamente, de entidad a entidad, consultas interminables, para intentar dar eventualmente el paso del que se trate de manera compartida. En cualquiera de los casos, el resultado para el ciudadano y para la inversión es el mismo: un Estado escandalosamente lento (no en vano, según el Reporte Global de Competitividad, la ineficiencia de nuestra burocracia es el principal obstáculo para la realización de negocios en el Perú). Y eso, en un país que, por ejemplo, tiene un déficit de infraestructura de casi US$90 mil millones.
Naturalmente, el destrabe del Estado Peruano no pasa solo por la contraloría: exige también una poda general de nuestros regímenes administrativos para simplificar, acortar, aclarar y unificar trámites. Y algo de ello ya está intentando hacer este Gobierno, aunque hasta ahora solo muy incipientemente. Sin embargo, mientras la situación del marco normativo lleno de vericuetos, de formalismos, de contradicciones y ambigüedades persista, lo que corresponde a la contraloría no es hacer las cosas más difíciles perdiéndose en las esquinas de nuestra inacabable tramitología, sino más bien ayudar a hacerlo más llevadero y eficaz. Para ello, nuestra contraloría, además de comenzar a concentrarse en auditar los gastos estatales, debería cambiar su actual enfoque formalista por uno de resultados: lo que tiene que contar para los funcionarios de la institución no es el número de trámites supervisados o de denuncias hechas, sino el número de casos en los que logran probar corrupción. Y a esto ayudaría, ciertamente, que se incorporase a la contraloría a la Ley del Servicio Civil, de la que, inexplicablemente, ha sido excluida.
Tiene razón nuestro contralor cuando implica que el miedo tiene una función importante que cumplir para lograr la probidad en un Estado. Pero debe ser consciente de que, para poder funcionar, el miedo tiene que estar en el lugar correcto.