La visita oficial al Perú de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, tuvo el propósito de relanzar una asociación estratégica que se firmó hace diez años entre nuestros países. En la cita, sin embargo, se coló algo que, al menos desde el punto de vista de lo que le conviene a nuestro país, resulta muy poco estratégico: la admiración expresada por nuestro presidente por el modelo brasileño de política social y la idea de copiarlo en el Perú, empezando, por lo pronto, por el modelo de las “farmacias populares” del vecino país.

Comencemos por lo más concreto. La idea de las farmacias populares es mala por varias razones. Una es esta: ya tuvimos experiencias análogas y el resultado fue un desastre. Y otra es la siguiente: ese desastre no ocurrió por accidente. La corrupción y la ineficiencia que marcaron la historia de este tipo de establecimientos fueron las que suelen acompañar a las empresas públicas en la misma forma en que el moho suele acompañar la humedad. Por eso es que, luego de una amplia experiencia con empresas públicas que para comienzos de los años noventa dejó a los contribuyentes un hueco igual a la gigantesca deuda externa que teníamos en ese entonces, la Constitución de 1993 prohíbe las empresas estatales ahí donde el sector privado invierte (lo que, de hecho, tendría que ser una tercera razón, si no fuese porque a nuestros gobernantes hay artículos constitucionales que parecen resultarles de mera recomendación).

Acaso, sin embargo, la razón más elocuente sea esta: no hay ninguna necesidad de crear una empresa que subsidie los precios de los medicamentos para lograr que puedan acceder a ellos quienes no pueden pagarlos. Para ellos ya existe el camino del Servicio Integral de Salud, que reparte medicamentos que, a diferencia de estas farmacias, constituyen un subsidio focalizado (y no uno al que también pueden acudir quienes sí tienen recursos).

Si, por otra parte, lo que quiere el presidente es que bajen en general los precios de los fármacos, pues podría eliminar las muchas trabas burocráticas a su producción e importación que hoy impiden que haya un mercado más competitivo para estos. Esto en lugar de meterse a intentar bajar todos los precios de un mercado dado por medio de subsidios en un juego escasamente racional y difícilmente sostenible.

Por lo demás, la idea de Brasil como modelo de políticas para mejorar la calidad de vida de su población es igualmente desacertada. Entre los años 2001 y 2011 –que coinciden aproximadamente con la era Lula– la pobreza se redujo en el Perú 26,9 puntos, mientras en Brasil cayó 16,6 puntos; es decir, 10 puntos menos. Asimismo, la pobreza extrema bajó 18,1 puntos en el Perú, y lo hizo en solo 7,1 puntos en Brasil. No solo eso: pese a los ingentes programas sociales brasileños, la desigualdad se redujo prácticamente en la misma proporción que en el Perú, con la diferencia de que allá sigue siendo bastante mayor que en nuestro país: un índice Gini de 0,559 para Brasil en el 2011 versus uno de 0,452 para el Perú.

Lo que más bien tendría sentido, entonces, es que Brasil adopte el modelo peruano de crecimiento y de reducción de la pobreza. Como recuerda la revista “The Economist”, Brasil creció solo 2,7% en el 2011 (frente al 6,9% peruano) y apenas 0,9% el año pasado (frente al 6,3% nacional) con una inflación de 6% (frente a nuestro 2,6%) y una inversión que alcanza solo el 18,4% del PBI (mientras en el Perú llega casi al 29%). Por otro lado, pese a que en Brasil la carga tributaria alcanza al 36% del PBI, hay un déficit fiscal apreciable y la inversión en infraestructura es solo 1,5% del PBI. Y pese a que el gasto social en su conjunto alcanza casi un cuarto del producto, sus resultados a la hora de mejorar la calidad de vida de su gente no son comparables, como hemos visto, con los obtenidos en el Perú.

Así pues, si el presidente Humala quiere un modelo que admirar, bien podría valerle una pasantía en el nuestro. De paso, lo ayudaría a olvidar el brasileño.