La semana pasada el Congreso aprobó la ley que modifica el Código Penal, el Código Procesal Penal y el Código de los Niños y Adolescentes con la finalidad de combatir la inseguridad ciudadana. Esto, sin duda, supone un avance en la legislación penal pues cubre algunos de los vacíos que han sido explotados por criminales últimamente en diversas modalidades.
Por ejemplo, de acuerdo con la legislación anterior, la pena máxima que podía recibir un menor de edad, sin importar el crimen que haya cometido, era de seis años. Y todavía esta condena desaparecía automáticamente, como por arte de magia, cuando el delincuente cumplía 21 años. En estas condiciones, claro, les era relativamente fácil a las organizaciones criminales reclutar jóvenes menores de edad para asesinar a terceros a cambio de dinero. Total, lo peor que les podía pasar era salir libres a los 21 años.
Las modificaciones introducidas, sin embargo, exigen a los menores cumplir con la condena completa si el delito fue homicidio calificado, extorsión, secuestro o robo agravado, entre otros, indistintamente de la edad en que se cometió el crimen. Además, se penará con cadena perpetua a todos aquellos que se valgan de menores de edad para cometer sus crímenes.
Pero a pesar de todos los esfuerzos –y aciertos– por estar al día con las nuevas modalidades criminales, la ley ha pasado por alto algunos viejos vacíos que, aunque tengan efectos menos directos, son igualmente importantes. Y esos vacíos deben cubrirse más temprano que tarde.
Por increíble que parezca, en nuestro país, las personas que cometen un delito con pena menor a cuatro años –la mayoría de ellos jóvenes también– no reciben castigo alguno. Esto es, para empezar, porque las penas efectivas de cárcel no son obligatorias para los delitos con castigos menores a cuatro años. En estos casos los jueces tienen la potestad de suspender la ejecución de la pena. Y a falta de un centro apropiado para mandar criminales de esta talla, eso mismo es lo que tienden a hacer. Este común escenario incentiva a la fiscalía a no procesar a este tipo de criminales y a la policía, a su vez, a ni siquiera perseguirlos.
Ahora, este problema es más grande de lo que se cree pues no abarca únicamente los delitos de poca monta. Como explican James Wilson y George Kelling en su “teoría de los vidrios rotos”, ahí donde no se castigan los delitos menores se fomenta la comisión de delitos de mayor gravedad. Según esta teoría, al dejar impunes a los criminales menores se genera un clima de confianza donde el crimen más nocivo se puede desarrollar con mayor naturalidad.
Lamentablemente, la única solución propuesta por esta iniciativa es parcial. La norma aprobada pasa a considerar como delincuente habitual a quien cometa tres o más faltas. Y, ahora sí, eso implica pena de cárcel. Pero aparte de ser una solución parcial (la primera y segunda falta siguen quedando impunes) es una solución peligrosa. Asignar a un criminal menor a una cárcel donde están los criminales más temerarios del país puede ser hasta contraproducente. Estos lugares han funcionado, en un sinnúmero de casos, como escuelas de formación de criminales de alto calibre.
Si bien lo que se quiere es que los delitos menores reciban penas efectivas, estas deben servir para alejar a los perpetradores de la criminalidad en vez de acercarlos. Para ello necesitamos con urgencia un sistema que incorpore centros de detención especializados para criminales menores. Dichos centros, además, deberían contar con consejería psicológica para facilitar el camino de reinserción social. De esta manera se incrementarían las posibilidades de enderezar el camino de un delincuente cuando todavía está en “etapa de formación”, en lugar de confirmarlo definitivamente en la ruta del crimen.