La reforma del servicio civil podría convertirse en el gran legado de este gobierno, siempre que se logre construir un sistema donde los mejores empleados públicos sean promovidos y los malos funcionarios removidos. Es decir, un sistema meritocrático.

Por ello preocupa mucho que el pleno del Congreso pueda aprobar varias de las modificaciones al proyecto de ley de servicio civil introducidas por la Comisión de Trabajo. Estas cambian sustancialmente el proyecto aprobado en la Comisión de Presupuesto y le restan casi todo el contenido meritocrático a la reforma. De hecho, si el pleno aprobase dichas modificaciones, la norma debería llamarse “ley de la antirreforma del servicio civil”.

Para empezar, según el dictamen de la Comisión de Trabajo, ya no se haría un concurso para que los funcionarios públicos que actualmente tienen una relación laboral de carácter permanente pasen al nuevo régimen. Su pase, en cambio, sería automático. En pocas palabras, se perdería la posibilidad de que las entidades públicas se reorganicen desde cero, evaluando objetiva y públicamente el lugar que debería ocupar cada empleado en función de sus méritos. Así, la comisión pretende cambiar lo que podría ser una reestructuración del servicio civil desde sus cimientos por una mera pintada de fachada.

Por otro lado, el mencionado dictamen establece que todos los servidores tendrían igual derecho a la progresión en sus carreras (es decir, al ascenso), estén bien calificados o no. ¿Dónde quedó la meritocracia? ¿Para qué el resto de la ley, entonces?

Por más absurdo que suene, según el texto propuesto, parece que las evaluaciones servirían simplemente para determinar si se llegaría a recibir la máxima remuneración dentro del escalafón en el que uno se encuentra. O sea, para que los funcionarios obtengan más beneficios, mas no para removerlos si no sirven bien a la ciudadanía.

Por otro lado, la propuesta elimina el período de prueba de los trabajadores. Es decir, el período de los tres meses iniciales del contrato durante el cual, si se verifica que el trabajador no funciona en la práctica, se le puede remover. Además, se quiere que el despido por ineficiencia comprobada del personal solo proceda si la ineficiencia no deriva de la entidad. A nadie le queda claro qué quiere decir exactamente esto y cómo se aplicaría, por lo que se relativizan los supuestos en los que se puede despedir a quienes no hagan una buena labor. Por todo esto, daría la impresión de que la Comisión de Trabajo confunde su labor con la de una agencia de empleos, interesada en buscar ocupación segura a las personas y no en reformar la administración para que esta sirva mejor a la ciudadanía.

Asimismo, el proyecto quiere impedir la terminación del vínculo laboral por reestructuración, reorganización o extinción de la entidad. En estos casos solo procedería la reubicación de los trabajadores. Es decir si, por ejemplo, se determinase que ya no tiene sentido que siga existiendo una oficina pública, el Estado tendría que inventar puestos innecesarios en algún otro lugar para continuar manteniendo a un grupo de empleados. Por lo visto, hay congresistas que, muy convenientemente para sus fines electorales, confunden al Estado con un programa social de mantenimiento de la burocracia, financiado gentilmente por los contribuyentes.

El proyecto de ley original, y el que fue aprobado en la Comisión de Presupuesto, significaba un considerable gasto para el fisco, porque suponía aumentar remuneraciones a los escalones superiores, así como sincerar y reconocer derechos y pensiones para 550 mil empleados públicos. Este es un costo que valdría la pena asumir solo si ganásemos a cambio un servicio civil meritocrático. Los peruanos, después de todo, nos merecemos un nuevo sistema que logre que los funcionarios públicos sirvan mejor al ciudadano. Pero la Comisión de Trabajo, desgraciadamente, parece pensar que es el ciudadano quien existe para servir a la burocracia.

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