La señora Kirchner ha descubierto un camino muy ingenioso para combatir la galopante inflación que desde hace varios años viene intentando disimular. Esta semana, su gobierno anunció que había llegado a un “acuerdo” con las principales cadenas de supermercados para congelar los precios de todos sus productos por un plazo de dos meses, hasta el 1 de abril. La mandataria argentina siente haber tomado así el toro por las astas: si la inflación es la subida de los precios, la inflación se soluciona impidiendo a los vendedores subir los precios. De paso, la presidenta aprovechó la medida para meterle un golpe financiero a su bestia negra, la prensa, prohibiendo que estos supermercados publiquen ofertas en los diarios de fin de semana. Tenía la excusa perfecta para hacerlo: ¿si no se pueden cambiar los precios, qué sentido tiene hacer ofertas?

La medida intervencionista adoptada por el Gobierno Argentino intenta responder a la declaración de censura emitida por el Fondo Monetario Internacional (la primera en su historia), que insta a Argentina a “mejorar la calidad de los datos oficiales” relacionados con la inflación y el producto bruto interno. En otras palabras, a no mentir. Como es sabido, desde que la señora Kirchner ascendió al poder en el 2007, se ha prohibido a cualquiera que no sea el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec) publicar datos sobre la economía. Durante este período, las cifras oficiales de inflación han sido cuestionadas tanto por el sector privado como por varios de sus propios técnicos –y deben de hacer muy poco sentido, por lo demás, a los ciudadanos que diariamente visitan los mercados argentinos–. Según especialistas y consultoras privadas, las cifras reales serían, por lo menos, el doble de las oficiales. En el 2012, las consultoras privadas estimaron la inflación en 25,6%, muy por encima del 10,8% oficial.

En vista de lo anterior, podría parecer reconfortante saber que el Gobierno Argentino está comenzando a preocuparse por su inflación. Después de todo, el primer paso para resolver un problema es aceptarlo. Pero de poco sirve esta aceptación cuando el segundo y tercer paso se dan hacia atrás.

Esta no es la primera vez que un gobierno argentino intenta aplicar un mecanismo de este estilo. Según un informe de la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas (FIEL), entre 1967 y 1989 solo el 10% del tiempo hubo libertad de precios; y, sin embargo, solo en un año –de los 22– la inflación fue menor al 10%. En todos los casos, los controles de precios tuvieron pésimos resultados económicos.

Ninguno de estos fracasos fue accidental. El sistema de precios es un mecanismo muy fino, que solo funciona bien con el libre juego de la oferta y la demanda, y al que no se le puede meter la mano sin romperlo.

Los precios, en efecto, son mensajes que se intercambian en el mercado para determinar cuál es el nivel correcto de producción de un bien. Cuando hay más demanda que bienes de alguna determinada especie, los consumidores los agotan haciendo saber a los productores que hay espacio para subir el precio. Esta subida de precio, a su vez, funciona como una señal para otros productores e inversores de que hay una necesidad insatisfecha en el mercado de este bien y, por tanto, una oportunidad de negocio. Por el contrario, cuando se producen más bienes de los que se necesitan, los productores tienen que bajar sus precios para colocar sus stocks y esta bajada de precios hace saber a los demás productores e inversionistas que no es un buen negocio seguir produciendo tanto de ese bien.

Entonces, cuando la señora Kirchner manda que los precios no puedan subir más allá de un punto, lo que está haciendo es anular las posibilidades de los productores para enterarse de que hay más demanda. Es decir: está generando escasez.

En suma, intentar congelar los precios para detener la inflación es igual a intentar detener el tiempo trabando las manecillas del reloj. La subida de los precios –o, mejor dicho, la desproporción entre la demanda y la oferta– está tan “afuera” de los precios como lo está el tiempo del reloj. No importa, pues, qué tanto se aferre el Gobierno Argentino a las agujas: el tiempo seguirá avanzando. Y, claro, en el momento en que decida soltarlas, estas tendrán que recorrer todas las horas perdidas, de golpe.