La elección del pasado domingo puso en evidencia, de una manera muy gráfica, el absurdo que supone el que tengamos sobrepuesta a lo que debería de ser una libertad la obligación de ejercerla. Hubo más de un millón de votos nulos y más de 170.000 votos en blanco. Es decir, un porcentaje muy grande de los electores (solo fue a votar el 80% de un electorado de 6’350.000 miembros) decidió hacer con el papel que les fue dado para “ejercer su derecho” el equivalente a arrugarlo en una pelota y tirárselo por la cabeza a la autoridad.
El contacto con esta pelota debería haber dado buenas razones a esta autoridad, en su versión legislativa, para pensar el tema del voto voluntario con algo más que curiosidad académica. Concretamente, debería llevarla a preguntarse cuál es el sentido de intentar obligar a las personas a expresar una voluntad que no sienten –o que, en todo caso, no sienten lo suficiente como para expresarla sin necesidad de presiones externas–.
La respuesta que normalmente se da a esta pregunta es que esta compulsión sirve porque con ella se logra, pese a la resistencia de los viciados y nulos (y de los que pueden darse el lujo de no ir a votar), que los candidatos que son finalmente elegidos sean elegidos con más votos de los que de otra forma hubieran tenido. Algo que, se dice, les prestaría mayor “legitimidad”, ayudando al “fortalecimiento” de la democracia.
Desde luego, esta “legitimidad”, como buena hija de la fuerza, es falsa. Poco apoyo representa para un candidato quien no tiene suficiente interés en verlo en el poder como para ir a votar por él voluntariamente.
Lo del “fortalecimiento” de la democracia, por otra parte, es todavía peor argumento. Las democracias son más o menos fuertes según sean mejores o peores –y, por lo tanto, dejen más o menos contentos a sus ciudadanos– las decisiones que se tomen en sus procesos. Y sucede que hay bastante más posibilidades de que estas decisiones sean buenas cuando los votantes están personalmente motivados para ir a votar y, por lo tanto, para dedicar tiempo y energía a informarse sobre las posibilidades en juego. No es en vano que el que en el Perú tengamos voto obligatorio no ha impedido que, según la última edición del Latinobarómetro, solo el 25% de nuestra ciudadanía esté satisfecha con la democracia.
En otras palabras, a la democracia la legitima la calidad y no la cantidad. Y comoquiera que las democracias están basadas en un acto de elección humana, no podemos esperar calidad si no tenemos antes libertad y motivación. Por el mismo motivo, todas las necesarias reformas electorales que se plantean en el país, incluyendo la de la bicameralidad que aprobó ayer la Comisión de Constitución, servirán de muy poco mientras no se libere el voto. Después de todo, estas otras reformas se dirigen invariablemente a maneras de procesar el voto (como la reforma de la circunscripción electoral) o sus resultados (como las reformas del sistema parlamentario), pero lo que pone en movimiento a todo el sistema es siempre dicho voto.
Por lo demás, hay abundante evidencia empírica para mostrar que la supuesta conexión entre el voto obligatorio (o el número de votantes) y la fortaleza de una democracia es una invención. La mayoría de las democracias más avanzadas del mundo no solo tienen voto voluntario, sino que se formaron con él. Es más, hoy en día solo alrededor de veinte países mantienen el voto obligatorio en el mundo, de los cuales pocos sancionan a quienes lo incumplen.
En realidad, la idea de que el voto obligatorio está ahí por el bien de la democracia es mucho más el fruto de un abuso que el de un autoengaño. Los que sostienen el voto voluntario son los partidos que se benefician de él y los que, elección tras elección, deben buenas cuotas de su poder al voto desinformado.
El voto obligatorio, en suma, es mucho más que una violación de los derechos individuales: es un peligro para las sociedades a las que se lo imponen. Y un peligro de esos que suelen concretarse con regularidad matemática. Para ser exactos, al menos cada cinco años.