Cada vez que sales a comer, el ritual del restaurante empieza con una metida de pata: sabes –sabemos–, que no sirve para nada poner los pies en el pediluvio a la entrada del restaurante, pero haces caso porque es lo que manda el protocolo. También manda que te tomen la temperatura, algo que nadie fiscaliza, como tampoco se fiscaliza que el termómetro con el que te la toman esté correctamente calibrado. Aún más curioso es que a todos, anfitriones y comensales, les parece habitual obviar que si tuvieras fiebre mayor a 38 grados, estarías en tu cama en lugar de yendo a tomarte una botella de vino o a comer un delicioso cebichito. ¿Es esta la nueva normalidad, el disparate de las normas que no sirven y tampoco se cumplen?
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Me lo pregunto porque salgo todo el tiempo. Como a millones de peruanos, una inédita mezcla de hartazgo por el encierro, nostalgia por la vida social y necesidad de movilizarme y trabajar, me han obligado estos últimos meses a perder el miedo al contagio. Me siento seguro. Confío en la mascarilla pero todavía más en el uso generalizado de la vacuna. También en que no me siento con idiotas y que cuando nos quitamos la mascarilla para compartir la comida, nos vemos las caras desnudas, en un pacto ancestral que repetimos como especie desde que éramos monos: uno no come cuando lo persigue un tigre dientes de sable ni donde se siente vulnerable, sino donde está cómodo, seguro y tan libre de preocupaciones como la realidad individual lo permita. La data me respalda: hay muchas mediciones sobre la efectividad de la vacuna, pero algunos datos se repiten sin importar el país: menos del 1% de personas vacunadas requiere ser hospitalizada si enfrenta al virus, y el 75% de aquellos son adultos mayores.
Por otro lado sabemos muchísimo más del comportamiento del virus que cuando nos mandaron al encierro y nos soltaron por primera vez, imponiendo estos protocolos. Sabemos que es posible, pero altamente improbable, que me contagie o contagie a otros porque llevo el virus en la suela de mis zapatos. Sabemos que el contagio por superficies es igualmente extraño y, por otro lado, no voy a restaurantes en los que dudo que limpien las superficies constantemente. Finalmente estoy con gente adulta, un dato no menor que me hace sentir aún más cómodo si tengo presente que según el mapa de vacunas más reciente (al 30 de setiembre), 10,6 millones de peruanos están completamente vacunados, y 15,7 millones más tienen una primera dosis, lo cual minimiza el contagio.
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Mastico con tranquilidad y más bien me empieza a dar un poco de risa la tomadura pelo, perdón, de temperatura, de hace unos minutos, cuando también metí institucionalmente la pata para venir a cenar.
Conversamos con los amigos de lo que cada quien ha hecho esa semana, celebramos las alegrías que nos permiten estos tiempos raros, compartimos como siempre –o más bien, cómo antes– y, tarde o temprano, también hablamos del virus. Esta semana se empezó la vacunación de quienes tienen 21 años y es seguro que pronto empezaremos a vacunar a quienes tienen 18, con lo cual todo adulto que se presume responsable, tendrá la oportunidad de inmunizarse. Tal vez ha llegado la hora de la tan mentada nueva normalidad. Sabemos más del COVID-19 que nunca, y si bien es pronto para cantar victoria –el virus difícilmente podrá erradicarse y nadie descarta una tercera ola–, también es cierto que hay indicadores suficientes de que hemos aprendido a sortearlo o cuando menos a vivir con él. El 28 de este mes no falleció nadie en Lima Metropolitana de COVID-19, algo que no ocurría desde el 18 de marzo del año pasado, y según los mayores expertos del mundo, el futuro nos obligará a convivir con un virus y sus mutaciones que se han vuelto endémicas y por lo tanto inevitables. ¿Tiene sentido mantener los mismos protocolos que teníamos cuando no sabíamos nada? ¿Debe mantenerse el toque de queda y las medidas excepcionales en el momento en el que la presencia del virus también es normal? ¿En qué momento normalizamos también nuestras libertades civiles?
El tema no es menor y no hay acuerdo en esto, pero no puede postergarse. El uso extendido de la vacuna es la mayor garantía de que el COVID-19 no conduzca a la muerte, por lo que se ha debatido o impuesto su obligatoriedad en distintos lugares. Una foto de Jair Bolsonaro comiendo un sándwich en la calle en Nueva York ha dado la vuelta al mundo cuando no lo dejaron pasar a comer al no haber tenido la prueba de haber recibido la doble vacuna, algo que los restaurantes exigen habitualmente en esa ciudad. Mientras tanto en Francia, Italia, Grecia y Gales han intentado o logrado obligar al uso de un pase sanitario que certifica el estatus de vacunación si se pretende ingresar a lugares de ocio. ¿Cómo se abordará este tema en el Perú? ¿Cómo será nuestra próxima cena?
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