ALBERTO VILLAR CAMPOS

Quién sabe si aquel anciano, al que ahora aturden las cámaras de televisión, es en verdad un asesino. Solo unas horas separan su vida de hombre libre con aquella otra que aprisionó su demencia en el penal de Lurigancho. Pero Juan Navarro Acuña apenas se inmuta: los reporteros no dejan de ametrallarlo con preguntas y, a cambio, reciben respuestas toscas, breves e imperceptibles. El tic en la boca lo hace parecer, además, como si renegara para sus adentros.

Son las siete de la mañana y en el albergue Jesús es Amor, en San Martín de Porres, otros 13 ancianos toman desayuno mientras la imagen de quien fuera el preso más viejo de la cárcel más hacinada del país aparece, una y otra vez, proyectada en la televisión.

De nuevo, Navarro no ha podido esquivar el encierro: una caja boba es su segunda cárcel.

De pronto alguien parece notar que el hombre aún no ha desayunado y, antes de que sea entrevistado otra vez, acomodan una mesa frente a los camarógrafos y le sirven un jugo de papaya, una taza de quinua y dos panes con jamonada. “A ver, ensaye una sonrisita”, le sugiere una mujer.

Él, repito, no se inmuta.

Pasarán al menos dos horas para que Navarro, nacido hace 78 años en la provincia arequipeña de Caravelí, pueda, al fin, despejarse. Y aun en la soledad de su habitación resultará difícil, si no imposible, descifrarlo.

De él se sabe poco, aunque con eso basta para calcular el peso amargo de una injusticia. En 1975 fue apresado en Arequipa por, supuestamente, haber matado a su madre. Un año después fue trasladado al penal de Lurigancho por las amenazas que recibía de otros reos. “Por entonces, ese tipo de crímenes eran muy extraños y nadie, ni siquiera los presos, parecían entenderlo”, cuenta el coronel PNP Tomás Garay, director de la cárcel limeña.

Pero Navarro, prosigue el policía, llegaba a la capital llevando consigo un diagnóstico inquietante: esquizofrenia.

Hasta allí llega la historia que, de momento, se ha podido reconstruir de su caso pues, en el 2001, un motín de presos en la cárcel de Arequipa hizo que se quemara gran parte de los registros de los presidiarios más antiguos, incluido el suyo.

“He averiguado si en el Poder Judicial de Arequipa está el registro de la sentencia por su caso, pero no la tienen”, dice Garay. A causa de ello, la hipótesis del policía –que aún no sido corroborada por la Defensoría del Pueblo, que impulsó su liberación– es que el juicio contra el anciano arequipeño nunca acabó. Si Navarro mató a su madre es un misterio hasta estos días.

Lo que es verdad es que el martes dos hábeas corpus que pusieron su abogado y la defensoría le devolvieron la libertad, luego de más de 37 años de reclusión y exactamente 12 años después de que, por ley, cumpliera el máximo de su condena: 25 años.

Fuera o no un asesino, lo cierto es que el anciano no debía seguir preso.

RECONSTRUIR EL PASADO Las rejas de la casa que paradójicamente protegen la recién recuperada libertad de Navarro son de un azul intenso. Ha dormido pocas horas entre la noche del martes y la madrugada de ayer, y aún así los encargados del albergue, que desde ahora es su hogar, le sugieren ir a ver el mar.

Por tercera vez en el día, el anciano ni se inmuta y más bien se deja llevar a un auto que en unos minutos lo dejará en la plaza Grau del Callao.

¿Qué podría decir Navarro, ahora que está frente a un lugar desde el que, asegura, puede ver El Frontón, la isla cárcel en la que cree que pasó un tiempo antes de ir a Lugirancho?

Resulta difícil creer lo que dice. Aunque todavía se esperan los resultados de los exámenes, la esquizofrenia que tenía ya ha degenerado en una oscura y silenciosa demencia senil.

Por eso mismo, nada de lo poco que cuente o recuerde podrá ser usado alguna vez para reconstruir parte de la vida que despedazó un incendio.

Desde ese infinito desconcierto que es la vejez, el anciano que ahora mismo señala el mar parece no estar muy interesado en lo que sigue, ahora que está libre. Y quizá hasta ni lo entienda.