Obviando lo cínico y criminal que delata el video tras bambalinas del golpe de Pedro Castillo, finalmente se llega, rascando, a lo más bajo que representa ese momento. No es solo un burdo despliegue de premeditación y flagrancia. Es también la antesala protocolar de una ineptitud con consecuencias macabras.
Esa arrogante puesta en escena, dirigiendo a sus allegados con movimientos de dedos y fruncidas de ceño fue el acto inicial que gatillaría la muerte de casi 100 personas en los meses siguientes. La tumbada artera del primer dominó.
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¿Castillo sabía de las graves consecuencias que generaría su acto? Imposible saberlo. De haberlo sabido, ¿le hubiera importado?
Por su comportamiento público antes y después de ostentar el poder es razonable presumir que cualquier desenlace, así fuera mortal, le valía madre. Lo que él no quería era ir preso. Como no lee salvo cuando es detenido por la fiscalía, no sabía que desde Edipo el destino siempre acaba haciendo lo que tiene que hacer.
Las últimas 6 muertes de esta racha funesta han sido la de aquellos soldados puneños acorralados entre la hostilidad a pedradas de sus paisanos y la torpeza de sus superiores. Estas no son muertes naturales ni comprensibles. Se aproximan a un suicidio inducido por el extremismo político, que la impericia castrense que los puso en riesgo debió haber evitado. El debate al respecto ya se volvió político. Este aliviará conciencias, pero no le devuelve la vida a nadie.
El principal responsable de esa estúpida masacre sigue siendo quien prendió la mecha. Esa mecha destructiva e innecesaria la prendió Castillo con el golpe producido tras las cámaras por su ex primera ministra Betssy Chávez.
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El saquito Burberry, o su imitación, deja de ser un detalle aspiracional para volverse fúnebre. El triste acomodo de una banda presidencial que siempre le quedó grande anticipaba el precio a pagar por votar mal. Ese voto ciego y reactivo que luego quiso justificar la mendacidad con argumentos raciales, sociales y hasta históricos. El choro es choro. No se necesita mayor adorno intelectual para aceptarlo.
Castillo fue un advenedizo profesional. El embustero perfecto que engañó a Cerrón, a la progresía bien pensante, al genio de Hernando de Soto que le dio a la historia contemporánea ese parto de los montes que fue la Conferencia de Punta Sal.
En su furtivo accionar fungió de huésped del extremismo más artero, el del Movadef y el Fenatep, infiltración confesa que aún sigue siendo invisible para algunas buenas personas, siempre vigilantes, ahora desde la misma boca del lobo.
Castillo, como outsider, no hizo sino continuar una tradición de improvisación, novelería y personalismo que aqueja la política peruana hace décadas. Ricardo Belmont, Alejandro Toledo, Alberto Fujimori, Ollanta Humala, fueron los antecesores de este linaje, cada cual con sus propias luces y sombras.
La constante y creciente incapacidad de los partidos políticos para asumir la representatividad de un país que se les fue de las manos ha alimentado la perenne irrupción de un outsider. Su existencia y consolidación es reflejo de una crisis circular: 1) Aparece el outsider. 2) Genera ilusión y expectativa. 3) Decepciona. 4) Aparece otro outsider.
El outsider es apenas un amortiguador, sostiene el politólogo Carlos Meléndez. Funciona como un referente identitario, pero no como propuesta política. Por definición proviene de la periferia política, de una zona presuntamente ajena a la corrupción y debacle moral que nos asfixia.
Una mañana cualquiera de estos días de debacle moral presentí que estaba escuchando a un probable outsider. Decía así:
La verdadera fortuna del ser humano pasa por gozar del respeto y el reconocimiento. Estos no se ganan con dinero. Se ganan con acciones. En la suma de mis años, con mis acciones, algunas equivocadas otras acertadas, he tratado de alcanzar sueños, los mismos de estos chicos que hoy están en esa búsqueda. Aquí hay liderazgo. Y el líder es un administrador de justicia. Justicia es lo que adolece nuestro país en todos sus estamentos. Esa es la diferencia: aquí hay un líder.
No era un mitin politico ni hablaba un candidato. Era la presentación de un equipo de fútbol aspirante a la Liga 2. Hablaba un ex jugador de futbol, mundialista, negro y busca pleitos, los justos. Era Julio César Uribe, El Diamante, creador de La Cucharita o La Elástica según como se quiera nombrar a ese ejercicio magistral de cintura y finta.
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Uribe es de Barrios Altos. Vio a su madre tener tres, cuatro oficios para mantener a sus hijos. Era bronquero y le decían Mina, por Mauro. Pudo haber sido choro pero un talento innato en los pies le reveló otra manera de ayudar a su madre y seguir adelante. El dice que no dejaba que nadie le quitara la pelota porque en ese balón veía los frejoles de su familia.
A Uribe nadie le puede contar lo que es la pobreza o el éxito. Conoce ambas situaciones de primera mano. Ahora vive en San Isidro, donde estuvo próximo ser candidato a alcalde distrital en las últimas elecciones. No le quitó la pierna al recio jugador del Guadalajara Javier “El Vasco” Aguirre, a quien acabó rompiéndole la boca por faltoso. Difícil que Antauro lo haga trastabillar.
Desde hace una década Uribe tiene una academia de futbol donde enseña que tan o mas importante que dominar una pelota es tener valores, estructura, responsabilidad. Acabada la presentación de esa mañana le pregunté si le molestaría que se refifieran a él dentro del agridulce y engañoso terreno de los candideatables. Respondió según su carácter: - - Dilo nomás.
Por algo es lo de pa´bravo yo.