Yo también me enamoré en el Cusco, solo que nunca nos volvimos a encontrar. Sucedió en julio del 2006. Era mi última noche de vacaciones y después de estériles incursiones en el Caos, Mithology y Ukukus, decidí despedirme de la ciudad en las penumbras del infalible Mamáfrica.
Pasé cerca de una hora en la barra, solo, invirtiendo los residuos de mi exigua bolsa de viaje en el happy hour y maldiciendo a todos los cusqueños que tenían a decenas de extranjeras guapísimas comiendo de su mano. Tampoco las peruanas me devolvían la mirada, pues preferían interactuar con los musculosos irlandeses, gringos espigados y brasileños barbudos que pululaban por ahí.
MIRA: Doris, Kike y Bernardo; por Renato Cisneros
Estaba por largarme cuando un grupo de amigas hizo su deslumbrante aparición.
Quedé petrificado con una de ellas: su pelo negro más allá de los hombros, su joven piel morocha, su sonrisa esculpida.
Era lo más bello que la naturaleza había colocado delante de mis ojos en mucho tiempo.
Esa misma mañana, en un parque de atracciones del Valle Sagrado, había cometido la locura de saltar al vacío lanzándome desde una jaula colgada a 120 metros de altura, así que aún me quedaba en la sangre suficiente adrenalina como para acometer todas las empresas temerarias que el destino podía depararle al treintañero que entonces era. Por eso no dudé en acercarme y preguntarle su nombre. “I’m Laura. And you?”. Su inesperada respuesta me obligó a desempolvar, en el acto, las frases básicas del inglés para dummies que me enseñaron en el colegio. “Hi, I am Renato, nice to meet you”, contesté, sin originalidad, aún desconcertado, y pasé a quedarme frustradamente mudo durante los siguientes, largos e interminables diez segundos, pensando en qué diantres podía decirle en ese idioma que resultara medianamente interesante. ¿Cómo iba a saber que Laura era de Australia y hablaba un perfecto y velocísimo inglés británico? Esperaba que me dijera que era de Lima, que vivía, no sé, en San Borja o Miraflores, jamás imaginé que sería de Sidney. Advertí que charlando me iba a resultar imposible atraerla, así que la saqué a bailar convencido de que mis pasos latinos, a veces descoordinados pero no exentos de entusiasmo, desatarían en ella todo tipo de pasiones: un giro, una media vuelta, un movimiento de cintura y listo.
Error. Error fatal. ¿Cómo iba a saber que Laura llevaba meses en clases de capoeira y que en un reciente viaje por Río de Janeiro había aprendido a moverse como toda una profesional? Dos cumbias bastaron para entender que por esa vía tampoco conseguiría persuadirla.
LEE TAMBIÉN: Escritores con fusil (2), por Renato Cisneros
Para colmo, después de imitar penosamente sus coreografías con el único fin de caerle en gracia, comencé a sentir los estragos propios de la altura y a agitarme como un perro asmático. Por eso ni bien empezaron a sonar los inconfundibles acordes de El baile de la botella, le propuse ir a la barra para descansar. Fue ahí, en la barra, antes tan solitaria, que me cogió la cara con las dos manos, me miró como diciéndome poor silly boy y me besó hasta devolverme todo el oxígeno que había perdido en la pista de baile. Nos pasamos el resto de la noche besándonos, bebiendo y conversando; al tercer pisco, ya mi inglés había mejorado notoriamente. Me contó que su papá era de Ecuador; su mamá, de Inglaterra; que trabajaba diseñando ropa; que le fascinaba viajar. Su próxima parada sería Argentina, dijo, y recuerdo que me puse cojudamente celoso pensando que allí besaría a algún argentino como acababa de besarme a mí. Secamos varias copas, nos reímos a montones, trazamos planes y al final intercambiamos correos electrónicos jurándonos algo que no era amor pero se parecía.
Durante meses no pude quitarme a Laura de la cabeza, pero luego del undécimo mail sin contestar fui captando que las ávidas promesas dichas en el Mamáfrica jamás se concretarían. Años después la descubrí en Facebook: estaba casada, tenía un hijo. Me gustó ver que en sus álbumes conservaba algunas fotos de su antiguo viaje al Cusco, donde esa noche coincidimos, en una época que es casi de otro siglo, cuando la vida transcurría lejos de Netflix, y más lejos de Twitter y TikTok. //