Huaraz, 1995.
Viaje con amigos por fiestas patrias. Al segundo día fuimos a visitar el nevado Pastoruri. Nos transportamos en burro durante parte del ascenso y luego escalamos hasta donde nos permitieron nuestros jóvenes pulmones y los botines comprados una semana antes en Polvos Rosados. No teníamos ni 20 años. Nunca habíamos visto la nieve y teníamos la ilusión de arrojarnos bolas como proyectiles y armar muñecos de Navidad aunque estuviéramos en julio, pero aquella nieve estaba dura, sucia, raspaba como lija y no se prestaba para los usos norteamericanos que veíamos en las películas. Lo que sí pudimos hacer fue improvisar bolsas negras como trineos y resbalarnos en maniobras que tenían menos de adrenalina que de comicidad. Mi viejo había muerto hacía menos de un mes y ese viaje fue un intento de escapar de la situación, la pena, la responsabilidad. Me reí como nunca. No sirvió de nada.
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Buenos Aires, 2007.
Eran las cuatro de la tarde del 9 de julio cuando, al salir de una librería y poner un pie en la vereda, sentí un helado brochazo en la cara, una sustancia mezcla de algodón y escupitajo que venía desde arriba. Enseguida vi que la calle se cubría paulatinamente de una espuma blanca. Me tomó unos segundos entender que esas suaves cuchillas de viento congelado eran gajos de una nieve milagrosa que caía sobre la ciudad. Nos entreveramos con el gentío que corría hacia el Obelisco para admirar y celebrar, ya no solo el día de la independencia argentina, sino ese fenómeno natural que se repetía después de 89 años en la capital federal. Los sobrevivientes de la antigua nevada contemplaban el espectáculo detrás del vidrio de sus casas. El resto se volcó a las anchas y heladas avenidas que lentamente comenzaban a parecer estepas siberianas. En medio de la euforia los peatones intentaban capturar racimos de nieve en el aire. Había quienes se la restregaban en la cara o se la tragaban como si fuese un maná o un elíxir. Algunos jóvenes filmaban con sus celulares; otros saltaban semidesnudos, llevando a sus espaldas la camiseta de su club de fútbol favorito.
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Temuco, 2015.
Un grupo de 15 personas fuimos invitadas a un resort clavado en medio de la cordillera. Nadie se conocía. Debido a las bajas temperaturas –estábamos en pleno invierno– no había mucho por hacer en el exterior salvo esquiar, así que la mayor parte del tiempo la pasamos dentro de los ambientes del hotel. Con un añadido: no había señal de Internet. Más que un viaje de placer parecía un reality de supervivencia. No nos quedó otra que mirarnos a las caras, recurrir al anticuado método de la conversación y sentarnos en el lobby a charlar sobre quiénes éramos y por qué estábamos allí, todo esto por supuesto al calor de unas botellas de cabernet sauvignon (bueno, varias, tantas que se hicieron incontables), y así nos conocimos mientras veíamos la nieve caer del otro lado de los ventanales. A la mañana siguiente ya nos queríamos para toda la vida y prometíamos no separarnos nunca: un impulso solo atribuible a la magia de la nieve. Y de la palabra.
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Madrid, 2021.
La tormenta ‘Filomena’ ha dejado la ciudad enterrada en una nieve que no caía tan copiosamente desde marzo de 1971. Ha sido impactante saber que casi dos mil autos quedaron atrapados en las carreteras, o ver los árboles quebrarse como si fuesen de galleta y caer sobre el asfalto por el sobrepeso de la nieve. Además del confinamiento sanitario hemos tenido que soportar el confinamiento climático. Pero, vamos, también ha sido divertido ver gente esquiando a lo largo de la Gran Vía y a otros deslizarse aparatosamente por las colinas del Parque del Oeste convertidas en pequeños glaciares. Mi hija descubre la nieve y salta sobre esos montículos blancos con autoridad, como si estuviera no en Madrid sino en el reino de Arendelle y ella fuera Anna, la de Frozen, y los muñecos armados por los transeúntes fueran réplicas de Olaf que todos tenemos que abrazar. //