Noche de viernes en un bar de Cusco. Estoy con mi hermana mayor y mi hermano menor, sentados en torno de una mesa alta, tomando ‘shots’ radiactivos y jugando Jenga. A pesar de las luces bajas del local, la estridencia de la música y nuestro progresivo estado de ebriedad, el pulso responde y retiramos bloque por bloque, colocándolos en lo alto de la torre con sumo cuidado para evitar que la construcción se venga abajo. La metáfora, pienso ahora, está servida. ¿No se dedican a eso los hermanos en las coyunturas más delicadas? ¿A guardar el equilibrio, a tratar de mantener en pie la edificación? La mala noticia es que, tanto en el Jenga como en la vida, la torre tarde o temprano se desmorona y toca reunir los escombros dispersos para empezar desde el inicio.
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Para nosotros, a lo largo de los años, esos derrumbes familiares han tenido nombres diversos —orfandad, separación, divorcio, exilio, deudas, duelos—; ahora mismo, soportamos una corriente de vientos inhóspitos: la vieja casa que no se vende, las dolencias que se agudizan, los sueños que se postergan, los miedos que nunca faltan. Tal vez por eso decidimos hacer este viaje al Cusco que tiene algo de retiro, de terapia, de ‘reality’, algo de vieja promesa cumplida. Y lo hemos querido hacer así, solo los tres. Aquí no hay madre, no hay parejas, no hay hijos, no hay suegros. Este fin de semana nuestro único rol es el de hermanos, y resulta estupendo porque por fin extendemos las decenas de conversaciones inacabadas en décadas de almuerzos domingueros que siempre nos quedaban cortos. Aquí podemos dar rienda suelta a la memoria, contrastar recuerdos, restituir anécdotas, desempolvar rencores, aceptar equívocos, confesar secretos, alimentar especulaciones, y desde luego brindar por todos nuestros muertos, y brindar el doble por todos nuestros vivos, y decirnos a la cara las muchas cosas que traíamos guardadas, sabiendo que nadie conoce tus puntos débiles mejor que los hermanos que durante la infancia compartieron habitación contigo, los que durante la adolescencia te escucharon reventar de risa, llorar a escondidas, cantar, toser, eructar, roncar, echarte pedos, sonarte sin asco, hablar estupideces dormido y más estupideces despierto. A un hermano no lo puedes estafar, no le puedes vender gato por liebre. Todos los hermanos del mundo deberían permitirse un viaje como este; bien orientado puede ser reconfortante y revelador: mucho mejor que un viaje de ayahuasca.
A lo largo de estos días nuestra conversación ha sido tan fluida, tan verdadera en su tono, tan noble en sus intenciones, que la escenografía del Cusco fácilmente ha ido confundiéndose con el decorado de cada una de las casas donde nos tocó crecer. Apoyados en una viga del mirador de San Cristóbal, era como si estuviéramos en la sala de La Paz. Tomándonos fotos delante del Templo de la Luna, era como si jugáramos en el jardín de Huancas. La conversa en el barcito de Urubamba no fue muy diferente a las tertulias en el sótano de Los Capulíes. En esas casas aprendimos a celebrar nuestras semejanzas sin dejar de abrazar nuestras diferencias. Mi hermana es la abogada que ama los caballos y conoce al dedillo el mundo militar. Mi hermano es el instructor de yoga que toca instrumentos de viento y escruta el destino por medio del sincronario maya. Yo soy el más aburrido: el escritor maniático que vive lejos y duerme poco por mirar películas de madrugada. Cada uno existe con su rollo, su matiz, su velocidad y su elemento. No hablamos todos los días, nuestras opiniones políticas suelen estar desalineadas, cada uno tiene manías que los otros dos no comprenden y, sin embargo, algo que no es solo la sangre nos vincula poderosamente. ¿Será que vimos a nuestros padres adorar también a sus hermanos?; ¿será que nos enseñaron a la edad correcta esos versos del Martín Fierro: «Los hermanos sean unidos / porque esa es la ley primera / tengan unión verdadera / en cualquier tiempo que sea / porque si entre ellos pelean / los devoran los de afuera»?; ¿será que ninguno de mis hermanos ha leído mis novelas y por eso todavía me quieren y soportan?; ¿o será simplemente que se nos da muy bien jugar al Jenga de noche, en contra del ruido, el alcohol y la penumbra? //