1988. Cualquier día del año, yo después de bañarme, trepada en la cama de mis padres, saltando con una toalla envuelta en la cabeza, imaginando ser Daniela Romo… juro, lo juro, juro, lo juro… De niña no solo no pedía la luna, sino también que saltaba sobre el colchón mirándome al espejo, todos los días, para entretenerme en un mundo sin celular ni iPad ni Tiktok.
Saltar siempre fue divertido. No había atracción más demandante en el otrora El Rancho que sus camas elásticas pegadas al suelo, donde todos los invitados de los cumpleaños más divertidos saltábamos cantando Frunacatoinga, toinga, toinga. Recuerdo enterarme de la tristísima noticia del atentado de Tarata, mientras rebotaba sobre esas pelotas con antenas, de mi cuarto al cuarto de mis padres. Luego crecí, regalé mi pelota saltarina, El Rancho cerró, la adultez durmió a mi niña interior.
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“Saltar es para niños”. Así se nos van instalando pensamientos equívocos en la mente, que nos encasillan, nos vuelven reticentes, nos quitan la alegría. Hace algunos años leí por primera vez a Louise Hay, la maravillosa autora de Usted puede sanar su vida. Ella, que falleció hace poco, escribió en este revolucionario libro que pudo sanarse de un cáncer terminal haciendo, entre otras cosas (cambio de dieta, cultivar la gratitud, terapia), saltos en el trampolín.
Cuando lo leí, imaginé inmediatamente a los atletas olímpicos saltando de un trampolín a una piscina. Pensé: paso, eso jamás lo probaré. No ahondé más sobre los beneficios del trampolín porque no me imaginaba que Hay se refiriera con trampolín a una cama elástica.
Ha sido durante la pandemia y después de probarlo todo –box, natación, bicicleta– que volvió a mí la idea del trampolín. Sucede que en estas épocas se ha convertido en un fenómeno deportivo y en el mercado hay opciones de camas saltarinas personalizadas para hacer rutinas de cardio bárbaras.
De pronto, el algoritmo de Instagram comenzó a responder a mi incipiente interés, mostrándome en pantalla videos de rutinas en trampolines y camas saltarinas, que ahora vienen con un mango sujetador para no salir expulsada por tu propia inercia hacia los aires. Inclusive encontré un distribuidor local, maravilla en época de pandemia.
La verdad es que a mis 40 años tengo una artrosis en la zona lumbar, que me impide realizar deportes de alto impacto; igual, nunca fui muy adepta al running y no podía saltar a la soga en mis entrenamientos de box porque terminaba con la espalda baja destrozada. La otra verdad es que por más que hago yoga diariamente, el trabajo cardiovascular me cuesta una barbaridad. Me invade la flojera, con las justas aguanto la bicicleta estacionaria y eso porque encontré que la dinámica siempre es acompañar el ejercicio viendo alguna serie de Netflix. Bu.
Investigué sobre los beneficios de saltar en el trampolín, más allá de los evidentes. He leído por ahí que 20 minutos de saltos equivalen a media hora de running, ¡vamos! También tonifica abdomen, piernas y glúteos, las tres zonas que trabajan fuertemente mientras uno salta. Mejora el funcionamiento del sistema linfático, ya que al rebotar se facilita la circulación de la linfa; mejora nuestra capacidad pulmonar, así como nuestro equilibrio. Además, saltar en trampolín no daña tus articulaciones.
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Pero lo más increíble y la razón que fue la detonante de mi decisión de adquirir uno, fue que es un ejercicio maravilloso contra el estrés apabullante del día a día. Mi cama saltarina llegó hace una semana completa y he saltado prácticamente todos los días, sacudiendo penas con cada salto y liberando endorfinas como una máquina. La verdad, uno sale feliz, sudado, y solo necesitas de 15 a 20 minutos al día. Quizás por todo eso es un furor en otros países.
Consejos, si se animan: Los trampolines los encuentran en la mayoría de tiendas por retail. Las rutinas las encuentran en cualquier lado: YouTube, por ejemplo. Busquen un buen playlist que active su energía y solo déjense llevar. //