Estamos en Lima, 1993. La capital es el territorio de la angustia. Es el tercer año del gobierno de Fujimori, mejor dicho, el primero de la dictadura. En los rostros de la gente son visibles los estragos del reciente paquetazo económico, un nuevo golpe bajo para las familias que aún no se recuperan del ‘Aprocalipsis’ del nefasto Alan García.
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La cámara de la documentalista Heddy Honigmann se infiltra en esa Lima para mostrarnos a diferentes taxistas, hombres y mujeres, a bordo de sus autos cochambrosos. Ahí va un Volkswagen con más de treinta años, ahí un Datsun con el radiador descompuesto, ahí un Dodge «inrobable» (sic) cuyo motor solo enciende después de juntar dos alambres pelados, ahí un Fiat con palanca de cambios ‘portátil’ para confundir a los rateros. La mayoría son carcochas a punto de desaparecer en unas calles que ya empiezan a ser gobernadas por los Tico salvajes y las combis asesinas.
Los conductores de esas carcochas son todos profesionales. Es la época en que los taxistas de Lima tienen fama de ser «los más cultos del mundo»: una manera eufemística de graficar la precaria situación de los miles de egresados de universidades e institutos que no han podido insertarse en el mercado laboral o que, habiéndose insertado, igual necesitan un ingreso paralelo «porque la calle está dura», «porque el país está en crisis», «porque la plata no da».
Vemos a taxistas que se dedican a la propaganda médica, el comercio exterior, la ingeniería mecánica. Uno es funcionario del Poder Judicial; otro es un efectivo de la Policía de Investigaciones (PIP) que antaño se disfrazaba de alumno del colegio Guadalupe para identificar a profesores comunistas; y otro —quizá el más entrañable— es el actor Jorge Rodríguez Paz, recordado por sus papeles en «La ciudad y los perros», «Maruja en el infierno», «Muerte al amanecer» o la serie «Gamboa».
La semana pasada, en una sala de la Filmoteca Española, durante el primer festival de cine peruano en Madrid, se proyectó una versión restaurada de «Metal y melancolía», magnífico documental de la cineasta peruana Heddy Honigmann, quien falleció hace poco más de un año. Fue justamente el actor Jorge Rodríguez quien, parafraseando a un poeta español, le regaló a Honigmann el título perfecto para su película: «el Perú está hecho de metal y melancolía (…), de metal, porque la pobreza nos ha vuelto duros, y de melancolía, porque también somos tiernos y estamos hechos de añoranzas».
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Más que en la ciudad que recorre, Honigmann se concentra en los individuos, y nos los presenta tratando de acceder a los pliegues más crudos de su humanidad. Y lo hace sin efectismos, con respeto, con serenidad, con la sapiencia que le da el haber sido hija de sobrevivientes (la familia de Honigmann, de origen austríaco y polaco, llegó al Perú huyendo del Holocausto; su padre fue Víctor Honigmann, el ilustrador del «Supercholo» de El Dominical, en la primera etapa del cómic). En cada ‘carrera’, los taxistas de Honigmann cantan, fuman, hablan de hijos enfermos, lloran por amores perdidos, abren las puertas de su casa.
Fue muy emocionante ver el documental en el extranjero, aunque ‘emocionante’ no es la palabra que mejor describe los sentimientos cruzados de esa noche, pues lo que vimos, en rigor, fue una tétrica postal del pasado: una clase media arruinada, una ciudad en franca decadencia y una incertidumbre letal respecto del porvenir. En esa Lima, los niños salían a vender lo que fuese por una moneda: lápices, alfajores, stickers de taxi que los conductores luego pegaban con saliva en el vidrio delantero, pirámides para la energía, elefantes para la suerte. En esa Lima deambulaban los borrachos, los ciegos, los organilleros, los ladrones. Es la Lima de los buses destartalados, las carretillas motorizadas y las pistas llenas de huecos. Es el país de la recesión, del desempleo, donde la pesadilla terrorista aún no ha terminado a pesar de la reciente captura de Abimael Guzmán. Es una Lima donde aún se habla de «Sendero», de «paro armado», de «bombas», de «cortes de luz».
Y, sin embargo, a pesar de toda esa desesperanza general, se aprecia en esos hombres y mujeres un brillo que me hace pensar en la solidaridad, la fe o cierta ilusión porfiada. ¿Será que cuando parecíamos más muertos, en realidad, estábamos más vivos? Había pobreza extrema general, y deudas, y miedo, pero también dignidad y un coraje que, treinta años más tarde, destaca claramente por su ausencia. Hoy, hemos perdido hasta la melancolía de lo que ya no volveremos a ser. Solo nos queda el metal. //