Son las tres de la mañana en Madrid. Dentro de una hora, Perú y Argentina juegan allá en Lima. Desde que vivo en España, cada vez que hay un partido de la selección me levanto puntualmente una hora antes, sin necesidad de ninguna alarma, como un sonámbulo guiado por las manecillas de un reloj que, más que biológico, es sentimental.
Enciendo la luz de la sala y me instalo frente a la computadora. No puedo evitar pensar que mi ventana es la única iluminada del edificio. Si allá afuera, en la calle, algún transeúnte trasnochado levantara la vista y distinguiera mi silueta, quizá concluiría que soy un hombre incapaz de dormir, acorralado por una deuda, inquieto por un examen o desolado por un fracaso sentimental. Difícilmente adivinaría ese peatón imaginario que en esta casa habita un peruano que —pese a que tiene que llevar a su hija al colegio dentro de unas horas— se mantiene insomne para ver jugar a la selección de su país.
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Lo más irracional es que no se trata de un encuentro decisivo, no es, digamos, la semifinal de la Copa América, sino un cotejo más de la larga Eliminatoria Sudamericana. Para colmo, el rival es el campeón del mundo, por lo tanto, el favorito indiscutible. Ni siquiera hay razones deportivas para ser optimista. No estamos en 2017, cuando Gareca dirigía en el banco, Cuevita dominaba en la cancha y el espíritu santo obraba milagros a nuestro favor. Ahora, todo cambió: la selección de Reynoso juega feo, no inspira a nadie, está bañada en apatía.
Sin embargo, aquí estoy, en pantuflas, con la camiseta blanquirroja sobre la pijama, contando los minutos para que empiece el juego mientras desayuno una lata de cerveza. En un muchacho de veinte años, soltero y desempleado, esta avidez sería comprensible; en un padre de familia al borde de los cincuenta es sencillamente inexplicable.
Para generar ambiente, en medio de la solitaria madrugada, revisito en YouTube partidos memorables de las Eliminatorias. Ah, el derechazo del ‘Chorri’ contra Uruguay en el 97. Ah, el cabezazo de Solano frente a Brasil el 2006. Ah, el gol de Vargas a Argentina el 2008 (en realidad fue de Fano, pero Daniel Peredo nos convenció de lo contrario). Ah, el remate del ‘Orejas’ en Quito. Por último, el gol de ‘la Foquita’ a Nueva Zelanda la noche de la clasificación. Nada como hacer memoria para improvisar algo de fe. Destapo otra cerveza y, de puro entusiasta, o masoquista, veo el resumen del primer tiempo contra Dinamarca en Rusia 2018. Pensar que estuve allí, en el estadio de Saransk, llorando con la canción del ‘Zambo’ Cavero. La tercera cerveza me pilla repasando algunos triunfos de la clasificación pasada, pero poco a poco el cansancio me vence y, a solo siete minutos de que ruede la pelota en el Nacional, mi cabeza se descuelga de su sitio para dejarme convertido en un guachimán sin reflejos.
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Cuando despierto, sobresaltado, advierto que han pasado ya cincuenta minutos desde el inicio del partido. No puede ser. Descarto de inmediato averiguar el resultado parcial en redes sociales y navego en Internet en pos de alguna página confiable con la señal en vivo. ¿Y si vamos ganando? ¿Y si, contra todo pronóstico, la pedrada de David partió la frente de Goliat? ¿Acaso, la historia del fútbol no está colmada de sorpresas? De pronto, encuentro la transmisión en directo y miro el marcador en el extremo superior izquierdo de la pantalla: PER 0, ARG 2.
A medida que el segundo tiempo se consume y la selección parece jugar otro deporte —uno en el que meter gol está vedado—, voy prefigurando la mañana que me espera. Y cuando Carrillo pierde la pelota por enésima vez, apago la computadora de golpe como si fuera un hincha que se marcha súbitamente del estadio.
Una hora más tarde, soy un espectro. Dentro del bus rumbo al colegio es mi hija quien me lleva a mí y no al revés. De regreso a casa, juro por todos mis muertos no volver a someterme a un castigo similar. No obstante, en mi cabeza una voz de mula se pregunta: cuándo jugamos con Bolivia y, lo que es más relevante, a qué hora. Si hay algo más tortuoso que ser hincha peruano es esto: ser hincha peruano en el exilio. //