Imagínese que usted llega a su casa y de repente se da cuenta de que algo huele horrible. La solución puede ser sencilla: abrir la ventana, prender un fósforo y deshacerse del objeto putrefacto. ¿Pero qué hace un astronauta si le ocurre lo mismo cuando está lejos de la Tierra, confinado en un espacio muy restringido?
No hay una respuesta fácil. Pero consciente de esas limitaciones, la agencia espacial estadounidense NASA cuenta con un batallón de unas 25 personas que tienen la responsabilidad de oler prácticamente todo lo que va al espacio: desde los trajes y herramientas de trabajo hasta efectos personales como tampones, pañales, ositos de peluche o maquillaje.
El más experimentado de ese grupo es George Aldrich, quien lleva casi 40 años trabajando con su nariz y a quien hoy se le conoce como el supersabueso o el olfateador jefe de la NASA.
Su labor, aunque a veces termina siendo más que desagradable, es importante para la seguridad espacial, según la NASA: un olor fétido puede distraer al astronauta (o, peor aun, enfermarlo) hasta tal punto que no pueda cumplir con sus funciones críticas de vuelo. Y nadie quiere cancelar una costosa misión espacial, tras años de investigación y desarrollo, simplemente por un olor insoportable.
BBC Mundo habló con Aldrich desde su laboratorio en las instalaciones de pruebas de White Sands, en el estado estadounidense de Nuevo México, para descubrir más detalles de su inusual trabajo.
COMIDA Y PAÑALES USADOS George Aldrich dice con orgullo que él tiene el récord de pruebas olorosas de la NASA: ha participado en 868 misiones olfativas, unas 250 más que cualquier otro científico.
También dice con satisfacción que él es una de las pocas personas en el mundo que tiene una nariz certificada por la NASA y agrega que ha olfateado tantas cosas que no podría enumerarlas todas.
De lo que sí se acuerda sin tanto orgullo, pero con risa es de las ocasiones en que le ha tocado trabajar con objetos realmente pestilentes.
Aldrich cuenta, por ejemplo, que alguna vez le correspondió a su equipo estudiar las bolsas que guardan los desechos en la Estación Espacial Internacional.
Los astronautas habían reportado que se estaba filtrando un olor y, por tanto, para descubrir la falla, los sabuesos de la NASA tenían que acercarse tanto como fuera posible a la realidad del espacio.
Eso implicaba llenar las bolsas de paquetes de comida, pañales usados y hasta el vómito de los astronautas. Sí, lejos del glamour que los rodea, los hombres que salen de la Tierra usan pañales cuando hacen una caminata espacial y también sufren de mareo.
Aldrich y su grupo debían guardar y analizar la mezcla durante 18 días el tiempo promedio de una expedición espacial pero al tercer día, hastiados, presentaron su conclusión: Les va tocar encontrar una mejor bolsa que esa, dice el científico.
La anécdota puede ser apestosa y bastante gráfica, pero revela un lado importante y poco explorado de las expediciones espaciales.
Las naves en las que viajan los astronautas tienen de hecho fama de tornarse olorosas con el tiempo y los científicos no tienen escapatoria. De ahí que sea clave asegurar que por lo menos, cuando están viendo nuestro mundo desde lejos, se preocupen lo menos posible de problemas olfativos.
CALIBRAR LAS NARICES Aunque puede sonar sencillo, no es fácil predecir qué puede oler mal en el espacio. Y los científicos de la NASA no se lo toman a la ligera.
Casi todos los materiales que puedan terminar utilizándose en los compartimentos donde viajan los astronautas deben ser probados para prevenir olores y todos, sin excepción, necesitan ser analizados para determinar su toxicidad.
Así, Aldrich y su equipo reciben una muestra del objeto, lo sellan y lo calientan a casi 50 grados Celsius. Estudian los vapores que desprende y, si establecen que no tiene componentes tóxicos, pasan a descubrir el olor.
Esto último lo hacen cinco personas escogidas aleatoriamente de entre los 25 sabuesos. Una enfermera examina su garganta y su nariz para determinar que no haya problemas de salud y, con el visto bueno, pasan a calibrar sus narices.
Reciben una serie de botellas con diferentes olores (como menta, vinagre y éter) y si pueden reconocerlos, entonces pasan a estudiar el objeto que irá al espacio.
Toman los mismos vapores que utilizaron para la prueba de toxicidad, los diluyen con aire limpio, se ponen una máscara y toman una jeringa. Recogen con ella los vapores diluidos y los expulsan en la máscara. Tratan, por regla general, de no ver qué están oliendo para que la mente no los traicione.
Luego los evalúan con una tabla de 0 a 4: cero no tiene olor, cuatro es repugnante. Cada miembro del panel da su calificación y se dividen luego entre cinco. Si la nota final es más de 2,4, el objeto no va al espacio.
Finalmente, una enfermera vuelve a revisar a los encargados de la prueba para evitar efectos secundarios: en una ocasión, al oler un documento que contenía los planes de vuelo, los cinco sabuesos terminaron con ampollas en su nariz y garganta por culpa de la tinta con que se imprimió.
Esos pequeños inconvenientes no afectan a Aldrich, que lleva haciendo el mismo procedimiento durante décadas y lo conoce de memoria. Pero también dice que tiene 58 años y, a medida que pasa el tiempo, su nariz deja de ser tan efectiva. Por eso está esperando a que llegue el momento de retirarse.
Eso sí: sigue soñando con llegar a 1.000 misiones olfativas, aunque duda que lo logre. ¡Tal vez tenga suerte y llegue a las 900!, concluye.