Pedro Ortiz Bisso

Primero hay que zambullirse en un laberinto de calles esmirriadas, incrustadas de edificios vetustos, desde cuyas ventanas penden sábanas, camisas y calzones sin ningún rubor. Las vespas suben la cuesta a velocidad de combi, esquivando a turistas distraídos en los vaivenes del Google Maps. Levantado en el siglo XVI para acoger a soldados españoles, el barrio fue hogar de Roberto Saviano, el periodista que lleva 16 años huyendo de la mafia que puso al descubierto en “Gomorra”. Allí se venera a Totó, el comediante que encendió el orgullo napolitano e hizo reír a Pasolini y Umberto Eco. En sus paredes hay grafitis al lado de vírgenes, también luces y banderitas multicolores. En ese caos maravilloso e indescifrable, está el santuario de D10S.

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Las guías para turistas recomiendan caminar con cuidado. Advierten que abundan raterillos a la expectativa de despistados con la billetera expuesta y las alhajas al aire. Hay miradas desconfiadas, pero lo que veo ese día soleado en que apuro la cuesta con 90 kilos encima, es esa incómoda sensación de sentirse invadidos por extraños cuya única aspiración es un selfi para instagramear.

Los blogs de viajes recomiendan pasar antes por el Bar Nilo, un minúsculo cafetín situado a quince minutos a pie, en la calle San Biagio dei Librai, donde sus propietarios han construido un pequeño altar que guarda un tesoro invaluable: un mechón del cabello del ‘10′.

Mural en homenaje a Diego Maradona en la ciuda de Napoles. (Foto: AFP)
Mural en homenaje a Diego Maradona en la ciuda de Napoles. (Foto: AFP)
/ CARLO HERMANN

La cabeza del ‘Diez’

Unas cocacolas y una empanada, para mí y mi esposa, permiten driblear la obligación de consumir un café para poder tomar fotografías. El dueño, Bruno Alcidi, alguna vez comentó que el mechón lo consiguió cuando coincidió en un avión con el argentino. Al momento de bajar, vio que había dejado cabello en el respaldar de su asiento y lo tomó de inmediato. En el retablo de vidrio que preside su local, una hoja de papel con letras desteñidas advierte a los visitantes el valor de la reliquia: es el cabello milagroso de Maradona.

El santuario del ídolo argentino está ubicado en un lote con tapizón verde en la via Emanuele de Dio, cruce con la Concordia. Allí las imágenes del Diego apabullan. Sonriente con la Copa del Mundo en manos, distraído con la del Barza, triunfante con la de Boca, desencajado tras su gol a los griegos. O empinándose sobre Shilton para poner la mano de Dios. También se lo ve con un puro y gorro castrista. Hay banderines, camisetas y gorros. Incontables bufandas celestes del Nápoles y su figura gigantesca, tapizando la pared de un edificio, corriendo con la celeste por la que es idolatrado. Hay retratos del Che, gigantografías y mesitas que solo pueden usar quienes consuman en un bar vecino, bautizado convenientemente: “La bodega de Dios”. Los turistas llegan en grupos. Hay bocas redondas de incredulidad que se transforman en sonrisas. Clic, clic. Hora de selfis y videos. De compras de camisetas “gamarra style”.

Acaso contradictorio sea una de las palabras más usadas para definir a Maradona, un genio con el balón que desdibujó su figura con sus múltiples desvaríos. Pero la idolatría es indestructible. “El Argentina-Inglaterra de 1986 fue la santificación de Maradona”, dijo hace poco Andrés Burgo, autor de “El Partido”. Para los napolitanos, ese momento ocurrió dos años antes, cuando el ‘Pelusa’ llegó desde Barcelona e hizo revivir una ciudad que se ahogaba entre la pobreza y la violencia de la camorra. Se convirtió en su orgullo. A pesar de todo.