Qué hubiera sido de este mundo sin el ego de Diego Velázquez, que se atrevió a meterse en un retrato de las hijas del rey y le dejó “Las Meninas” a la humanidad. O sin el de Diego Maradona, que lo hacía mover las piernas y la mano, si era necesario, para perpetrar una genialidad en la cancha. O sin la obsesión de los autores del boom, que los hacía escribir impresionantes obras para ser uno más genial que el otro.
PARA SUSCRIPTORES: La soledad y sus patrias, por José Carlos Yrigoyen
Es difícil escribir una obra maestra, ganar una competencia olímpica, dar un triple salto mortal que nadie ha intentado antes, sin la convicción de que eres el único que podrá lograrlo. El ego, en estas circunstancias, es necesario, casi indispensable. ¿Pasa lo mismo cuando aquello que se quiere alcanzar involucra a otros? ¿Cuál es la diferencia entre componer una obra maestra y pretender gobernar un país?
Esta semana fuimos testigos de uno de los debates presidenciales más tristes de la historia de la democracia. Donald Trump y Joe Biden, que buscan ser presidentes de los Estados Unidos, se agarraban a gritos en un intercambio de palabras digno de los peores ‘talk shows’ de los noventa. Un Trump matonesco y perturbador acorralaba a un Biden que, entre tartamudeos, intentaba plantear algunas ideas sin ser interrumpido.
El ego que ha llevado a Trump a ser uno de los hombres más ricos de su país, arrollaba todo lo que encontraba a su paso en el auditorio de la Universidad Case Western Reserve en Ohio.
Pero al otro lado había otro ego en juego; el de Joe Biden. En circunstancias normales, el buleado da lástima, genera empatía. Joe Biden daba cólera. Cada vez que Trump le encajaba un golpe burdo, perfectamente rebatible (¿cómo fue posible que lo dejara entronizarse como el presidente de “la ley y el orden”, sino era capaz siquiera de seguir las reglas del debate?), Biden se ponía rojo, tartamudeaba, perdía la hilación. Estaba claro que el demócrata no tenía ni una de las cualidades que se requerían para enfrentar al monstruo, y que solo atinaba a apegarse a su libreto.
La pregunta del público mundial se caía de madura: ¿qué hacía parado ahí? Joe Biden se atrevió a presentarse como candidato en las elecciones internas de su partido porque sabía que tenía amplias posibilidades de ganarlas. A pesar de su edad y de sus claros problemas de comunicación, Biden postuló al cargo porque consideró que ya le tocaba ser presidente. Se lanzó a candidatear sabiendo que tenía amplísimas posibilidades de ganar las internas, pero poquísimas condiciones para derrotar a Trump.
Trump y Biden, cada uno en su peculiar estilo, han llegado hasta donde están porque ellos necesitan ser presidentes; no porque su país los necesite a ellos. Trump y Biden satisfacen sus peculiares egos corriendo una carrera para la que, en sus respectivos partidos, había gente mucho más calificada, comprometida con su realidad y llena de nuevas energías. La vicepresidenta que acompaña a Biden en la plancha es un claro ejemplo: la senadora Kamala Harris, una mujer negra de ascendencia india que compitió en las internas de su partido. Una cara fresca que antes de ser senadora fue fiscal general de California. Una persona con muchas más herramientas que probablemente hubiera hecho un mejor papel en esta campaña.
Mientras Biden trataba de encajar aunque sea un golpe en la verborrea exasperante de Trump, resultaba inevitable evocar a nuestros flamantes candidatos: Fernando Cillóniz, Hernando de Soto, George Forsyth, Pedro Cateriano, Daniel Salaverry, Alfredo Barnechea y demás, ¿van a postular para satisfacer sus necesidades personales de reconocimiento y tener el tanque del ego lleno, o porque realmente tienen una vocación de servicio? ¿Están ahí porque necesitan ser presidentes o porque el país los necesita a ellos?
Supongo que la respuesta queda en manos de los electores.