Pocos momentos han tenido al Perú tan pendientes de una señal de televisión como aquella madrugada del 29 de setiembre de 1988. Un día como hoy, hace 32 años. La voz de Lucho Ysusqui que repetía, cuan estribillo, “a lo largo y ancho del territorio nacional”, cobra hoy un valor adicional. Millones de peruanos programaron el despertador al promediar las 5 en punto de la mañana para ver a la selección peruana de vóley. Fue notorio ver, por la ventana, cómo se iban encendiendo las luces de las casas como entrando en un trance deportivo.
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La señal de televisión llegaba desde la lejana Seúl. Eran los últimos días de los Juegos Olímpicos y vaya que esos juegos habían despertado una pasión muy pocas veces vista antes. Las familias enteras se habían reunido. No importaba si aún tenían los pijamas puestos o ya comenzaban a cambiarse para ir al colegio o al trabajo. Ese día, todos teníamos permiso para llegar tarde.
En el campo, habían seis muchachas, que frisaban los 24 o 25 años, que corrían, saltaban y ‘mataban’ con la esa fuerza labrada en un pasado acostumbrado más a derrotas o a recordar momentos trágicos, que de alegrías propiamente.
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Otras seis chicas estaban a la espera de su momento. En el extremo del banco, Man Bok Park. Un coreano, de corazón peruano, que llevaba por entonces casi 10 años trabajando en el Perú. Un DT de los de la vieja escuela. Hablaba poco (entendía muy bien el español, pero siempre se escudó en que no sabía el idioma para evitar dar muchas entrevistas) pero de un carácter muy fuerte. A su lado, dos jóvenes de muchísimo valor: Carlos Aparicio y Luis Castro, sus asistentes.
Cuando apenas si había aclarado, Perú ya estaba arriba dos sets a cero. Yo vivía en un noveno piso y sentía como la gente salía a la ventana de sus departamentos a gritar y a festejar. En esos Juegos, todos los partidos habían sido contra corriente. Salvo ante Brasil, en el debut (3-0 claro), los demás fueron con sufrimiento. A la peruana. Ante China perdíamos 1-2 y terminamos ganando 3-2; ante Estados Unidos íbamos 0-2 y ganamos 3-2. En Semifinales, ante Japón, ganábamos 2-0, nos igualó a 2 y el dramático último set lo terminamos ganando 15-13 para clasificar a la final.
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Por ello, quizá, sorprendió estar con dos sets de ventaja ante la Unión Soviética por 15-10 y 15-12. Incluso el tercero –que pudo ser el definitivo- estuvimos 13-7. Pero, como escribió en la crónica de El Comercio al día siguiente el gran Mario Fernández, enviado especial del diario a esos Juegos: “El Perú sintió que ya había alcanzado la cima y quiso, por última vez, mirar hacia abajo como para ver todo el terreno recorrido y cayó al abismo”. Fue la mejor manera de describir lo que pasó. Se perdió el tercer set, (13-15) y los dos siguientes (7-15 y 15-17).
Contra el pesimismo general, Perú ese día se graduó de grande. Ganó la medalla de plata, el respeto internacional y consolidó el cariño de un país que le agradeció a ese puñado de peruanas, habernos enseñado a que unidos podíamos alcanzar cosas grandes. Recuerdo bien haber salido con dos tapas de ollas por la avenida Benavides, por donde vivía entonces, y toparme con cientos de peruanos que, como yo, íbamos hacia el Parque Central de Miraflores a festejar.
(Habrá quienes piensen que se perdió la de oro, yo creo que ellas hicieron tanto que ganaron la de plata). El Perú las ha puesto –y las mantiene- en un pedestal. Cenaida Uribe, Rosa García, Miriam Gallardo, Gaby Pérez del Solar, Cecilia Tait, Luisa Cervera, Denisse Fajardo, Alejandra de la Guerra, Gina Torrealva (la capitana, pues era la mayor del grupo, apenas unos meses más que Cecilia) y Natalia Málaga.
Inolvidable el esfuerzo desplegado, como el recibimiento. Millones de peruanos formaron una gran cadena humana mientras ellas, desde un carro bombero saludaban. Llegaron a un Estadio Nacional que abrió sus puertas de par en par y que le tributó el aplauso más generoso y gratuito que se recuerde.
Una madrugada, el Perú cambió las bombas y los apagones, por la luz de la ilusión. Y el deporte, esa actividad que para algunos es solo un pasatiempo, se convirtió en el momento en el que empezó a cambiar la historia del Perú.
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