Alguna vez escuché esta idea. Metamos todas las regulaciones existentes en un balde de agua. Las que logren flotar, hay que mantenerlas. Pero las que se hundan por todo el peso que generan, hay que eliminarlas. Si hiciéramos ese ejercicio con las exigencias regulatorias establecidas para combatir el COVID-19, probablemente muchas acabarían en el fondo del balde.
Empecemos por lo evidente. La limpieza o desinfección del calzado fue un componente básico de los protocolos exigidos a las empresas para volver a operar. Así aparecieron las peligrosas bandejitas con “desinfectante” ubicadas a la entrada de los restaurantes y establecimientos comerciales. Las hemos visto hasta en los locales de votación.
Al inicio se pensaba que eran un mecanismo apropiado para combatir la propagación del virus. Hoy se sabe que son completamente ineficaces. La Organización Mundial de la Salud (OMS) señala en su lista de rumores sobre el virus que “la probabilidad de que el virus de la COVID-19 se propague con los zapatos e infecte a personas es muy baja.” Pese a eso, la exigencia sigue vigente en muchas Ordenanzas Municipales. No cumplir puede acarrear multas entre 30% y 60% de la UIT (ver Miraflores, Ventanilla y Surco) y hasta clausura temporal del negocio (Jesús María). ¡S/2,640 de multa por incumplir una exigencia que no salva a nadie!
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Lo mismo pasa con el control de la temperatura al ingreso de los establecimientos con los termómetros infrarrojos. Se ha vuelto un “trámite” para ingresar a cualquier lado, incluso para votar. La medida es ineficaz. Los termómetros sin contacto no permiten detectar el COVID-19. Bastaría evaluar el resultado de millones de mediciones hechas en los últimos meses por miles de negocios para verificar su inutilidad. Una panadería de barrio está expuesta a pagar una multa del 60% de la UIT (ver Surco) por no cumplir con la exigencia.
Durante el último año hemos sido sometidos al mayor experimento de regulación social de los que tengamos memoria. Las libertades individuales y de empresa han sido limitadas por regulaciones que buscaban disminuir la propagación del virus. Los costos de estas regulaciones han sido asumidos por miles de empresas; el impacto ha sido mayor para las medianas y pequeñas. Al comienzo se desconocía mucho del problema que se enfrentaba. Regular sin información puede haber generado se impongan restricciones innecesarias. La situación ha cambiado. Hoy se sabe qué medidas funcionan y cuáles no. Lo sensato es eliminar los requerimientos o exigencias que han demostrado ser ineficaces. Mantenerlas es un despropósito y un sobre costo injustificado para quienes deben cumplirlas.
Al gobierno de transición le quedan pocos meses en el poder. Convendría que invierta ese tiempo en desarmar toda esa maraña regulatoria inútil que sigue viva y con dientes. Muchos pequeños negocios se lo agradecerán. La regulación que no flote debe ser eliminada expresamente.