(Foto: El Comercio)
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José Carlos Requena

El reciente conflicto en torno a la construcción del bypass de la avenida Venezuela, ha vuelto a poner en primera plana el tradicional ánimo contestatario sanmarquino. Pero hay otras cosas por las que la universidad de San Marcos debería tener mayor atención.

Pasé diez semestres en San Marcos, desde abril de 1994 hasta diciembre de 1998. Eran los años del fujimorato, un régimen suficientemente autoritario como para despertar el rechazo casi unánime de los estudiantes. Aunque algunas protestas tenían que ver con cambios que impactaban en la cotidianidad estudiantil (alza de matrículas, cambios en el comedor), eran muy frecuentes y concurridas las marchas contra el gobierno. Las veces que participé en marchas contra el gobierno, significaron largas caminatas desde la ciudad universitaria hasta el centro de Lima.

El grito frecuente consistía en un animador espontáneo que gritaban las iniciales de San Marcos: “!Pásame la S!”. Y la masa respondía, estruendosa: “!ese!”. Hacía lo mismo con la M. Y luego, las palmas.
Cuando cayó el gobierno de Fujimori, las protestas no cesaron, pero cambiaron de eje. Los motivos cotidianos para protestar reemplazaron a los políticos. Y las tomas de local, inusuales en mis años estudiantiles, se hicieron más familiares.

No son hechos del pasado reciente. La historia de San Marcos está llena de enfrentamientos a decisiones consideradas injustas o abiertamente arbitrarias.

Lo que queda opacado con las protestan que pueblan los titulares son dos pilares de la experiencia de pasar por los claustros sanmarquino: el esfuerzo y la frustación. El animoso coraje de varios de sus estudiantes y docentes convive las limitaciones que originan el desinterés de las autoridades o las tediosas trabas administrativas, arropadas en acuerdos de convivencia entre actores con poder de veto.
En tal condición, es complicado sostener algunos cambios fundamentales que harían que San Marcos (y otras universidades públicas, como la UNI o la Agraria) estén a la altura del prestigio que ostenta, sobre todo a nivel internacional.

El indudable filtro que significa su exigente examen de admisión dota de un gran capital humano sobre el cual construir cambios. Pero cualquier esfuerzo se choca con una estructura que, amodorrada por favores recíprocos en las instancias de toma de decisiones, resulta muy difícil de mover.

San Marcos bien podría aprovechar el ímpetu juvenil de sus estudiantes para fines menos estridentes que la protesta pero más importantes: combatir el inmovilismo que originan un reparto de poder, con poca visión de transcendencia. Vivir más de su presente que de su historia.

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