Diez años atrás, mi colega del servicio brasileño de la BBC Paulo Cabral y yo comenzábamos, por estos días, un peregrinar que nos llevaría de Kuwait al puerto iraquí de Umm Qasar, de Basora a Kuwait, de Kuwait a Jordania y de Jordania a Bagdad, persiguiendo una las invasiones militares más anticipadas de la Historia.

De las decenas de entrevistas que realizamos, las ciudades que visitamos y las experiencias que recogimos, una década después todo lo que recuerdo es la impresión de que un profundo odio nos esperaba en cada lugar al que llegábamos, y la permanente certidumbre que aquella cobertura estuvo plagada de más preguntas que respuestas.

No hay que olvidar además que de la ocupación israelí en el sur del Líbano nació el Hezbolá y de la presencia militar estadounidense en Arabia Saudita surgió Al Qaeda, ¿qué crecerá en el feto iraquí?, dice la última crónica que publiqué el 7 de mayo de 2003.

¿Quién se atreve a decirle a esta gente que la guerra terminó?, plantea la penúltima, aparecida el 3 de mayo, dos días después del discurso de George W. Bush en el portaaviones USS Abraham Lincoln, en el que el presidente estadounidense decretó misión cumplida.

Más allá de la falta de respuestas que teníamos aquellos que cubrimos ese conflicto plagado de justificaciones sin sentido, los interrogantes obedecían al presentimiento de que la posguerra resultaría incluso más sangrienta que la breve guerra que la parió.

No éramos adivinos ni profesionales del periodismo de anticipación. No hacía falta. Yo solo recuerdo de mis últimos días en Bagdad un caldo de rencores en ebullición en cada una de las esquinas de la capital iraquí.

La furia se congregaba cada vez que nos deteníamos en la calle a realizar entrevistas, cuando visitábamos las universidades destruidas, los museos saqueados, los barrios donde las armas del desbandado ejército iraquí se vendían como vegetales en feria.

ODIO Y EMPATÍA En más de una crónica periodística escrita luego de Iraq he rescatado la frase del escritor austríaco Stefan Zweig, quien agotado por no poder contrarrestar el sentimiento probélico de la Europa de la Primera Guerra, reconoce que “es muy fácil trabajar con el odio”.

Pero para el periodista, lejano del agitador, es todo lo contrario: el odio no es una materia prima sencilla de trabajar porque no tiene matices; es absoluto, ciego, concreto y, por lo tanto, no ofrece lugar para la empatía.

Para el polaco Ryszard Kapuscinski, maestro de corresponsales, la fuente principal del conocimiento periodístico son los otros y la forma de llegar a ellos es la empatía, herramienta fundamental para comprender el carácter del propio interlocutor (…), sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias.

En aquel Iraq de la posguerra, las tragedias eran nuestra materia prima cotidiana, pero también lo era la desconfianza entre sunitas y chiitas; las deudas no saldadas entre seguidores y víctimas de Saddam Hussein y el rencor hacia los soldados extranjeros, primero por los bombardeos, luego por no evitar los saqueos y, por último, por no brindar una seguridad básica a los habitantes que estaban bajo su protección.

La percepción de los que tras haber llegado ya preparábamos nuestro equipaje para irnos era que en esa nación árabe podía faltar agua, luz, infraestructura mínima para atender a tantas necesidades, pero sobraban enemigos.

VIVOS O MUERTOS En su informe por los 10 años de la Segunda Guerra del Golfo, la cadena Al Jazeera indica que desde la invasión en marzo 2003, “cifras precisas de muertos entre los civiles iraquíes son casi imposible de confirmar”.

Según el medio árabe con sede en Qatar, la estimación más alta pertenece a la publicación médica británica The Lancet, con más de 600.000 muertes violentas entre la invasión y junio de 2006. La mayoría de los estudios calculan un número menor (Brookings Institution en Washington especula con 115.000 muertos entre marzo de 2003 y abril de 2011).

Abid Hassan Hamoodi, a quien entrevistamos con Paulo en Basora, perdió a diez miembros de su familia en un solo bombardeo. En la entrevista que nos concedió, él también tenía más preguntas que respuestas.

Yo no tengo odio, pero yo quiero saber qué trajo a la coalición acá. ¿Era liberarnos del ex presidente o matar gente inocente?.

Hoy no sé si Abid Hassan no murió en los combates en 2008 entre los milicianos chiitas de Moqtada al-Sadr y el ejército iraquí entrenado por las tropas estadounidenses. O en el triple atentado en un mercado de esa ciudad que dejó 21 muertos en 2011.

En la Universidad Tecnológica de Bagdad, la estudiante Nora Thakr nos dijo al despedirse: Yo espero poder crecer y buscar un futuro mejor para mí país.

Hoy me pregunto si ese futuro no fue truncado en el atentado contra la sede de las Naciones Unidas en la capital iraquí en 2003, que le costó la vida –entre otros– al enviado especial de la ONU, el brasileño Sergio Vieira de Mello. O quizás en los ataques que mataron unas 50 personas en la víspera de este décimo aniversario.

Ellos fueron algunos de los iraquíes por los que sentimos empatía en aquellas entrevistas de hace diez años, pero Kapuscinski se equivoca, no estuvimos ni cerca de entender sus tragedias ni sus dificultades.

No estamos más cerca de comprenderlos hoy, diez años después, cuando ni siquiera sabemos si aún están vivos.