ADRIÁN FONCILLAS Desde Beijing
Las crónicas desde Seúl describen una rutina de atascos, negocios abiertos y discotecas con ese pop nacional de jovenzuelos con peinados imposibles y vestuario lisérgico atestadas. Nada sugiere en la capital ese armagedón inminente que Pyongyang anuncia casi a diario.
La tecnología norcoreana permite el escepticismo ante las amenazas de golpear suelo estadounidense, pero el peligro sobre Seúl es real. Situada a apenas 50 kilómetros de la frontera, sería presa fácil de la artillería y misiles de corto alcance . Bastarían minutos para borrarla del mapa.
Pyongyang supone una amenaza constante desde que en 1950 invadió por sorpresa el sur. El conflicto se resolvió tres años después con un armisticio nunca sustentado en un tratado de paz y Corea del Norte se ha preocupado desde entonces en subrayar que continúan en estado teórico de guerra.
Aunque la retórica belicista actual sugiera lo contrario, hubo tiempos peores.
Corea del Norte practicó el terrorismo y llegó a hacer estallar en el aire un avión surcoreano con 115 pasajeros en 1987.
Veinte años atrás, cuando Pyongyang anunció que saldría del Tratado de No Proliferación Nuclear, muchos surcoreanos corrieron para aprovisionarse de comida enlatada y agua.
Ocurre que la convivencia con la amenaza ha inmunizado a la población.
“Desde que era una niña siempre he escuchado lo mismo. Hablan mucho pero hacen muy poco. Y si se atrevieran, confío en que mi país sabría defenderse. Ni siquiera es un tema que hayamos hablado mucho en casa, nunca necesité que mis padres me tranquilizaran. Los jóvenes pasamos de la política”, revela por teléfono Keoyul Jung, estudiante de 27 años.
Las diferentes generaciones perciben el peligro de forma diferente, opina Seungsook Moon, catedrática del Departamento de Sociología de Vassar College .
“Para los mayores que vivieron la guerra y la acentuada pobreza, sigue siendo real”, agrega por correo electrónico, aunque aclara que después de seis décadas, la amenaza se ha hecho normal para todos.
Ni siquiera los mercados suelen contagiarse de las crisis cíclicas. Pero esta vez, quizá por la extraña duración del conflicto, sí se han resentido, aunque los principales agentes económicos confían en su pronta recuperación.
Los analistas no creen que Pyongyang pase de la retórica a los misiles. La crisis actual se explica por la necesidad del líder, Kim Jong-un, de ganarse el respeto del estamento militar, convencer a Seúl de que reconsidere su actitud hostil y forzar las negociaciones con Estados Unidos.
Para un orgullo tan inflamado como el norcoreano, las dudas expresadas por Washington y Seúl sobre una guerra real deben de haber sido humillantes.
Pyongyang ha tenido que esforzarse por ganar briznas de credibilidad: si se señalaba como corolario de su farol que mantuviera abierto el centro industrial conjunto de Kaesong, lo cerraba al día siguiente. Si se citaba su falta de movimientos de tropas, trasladaba después un par de misiles.
Las sospechas de Washington y Seúl son compartidas por la población. Las encuestas en la prensa local revelan que el número de surcoreanos que consideran al vecino del norte como su mayor preocupación se han triplicado en los últimos dos meses, pero solo alcanzan el 26 %. El desempleo y la corrupción siguen por encima.
Aunque el conflicto no se aprecie en la superficie, su larga duración ha sedimentado sus efectos en la psique nacional.
“Muchos coreanos sienten un latente sentimiento de seguridad o incertidumbre, que se refleja en la actitud hacia la emigración. Muchos de ellos la consideran, y de hecho la mayoría de coreanos tiene a sus hijos o hermanos en Estados Unidos. Ese sentimiento también se refleja en el fuerte apoyo del patriotismo y el servicio militar obligatorio, especialmente entre los mayores”, opina Seungsook Moon.