La importancia de llamarse Ernesto, por Iván Alonso
La importancia de llamarse Ernesto, por Iván Alonso
Iván Alonso

Con mucha pena nos hemos enterado de la muerte, hace ya más de un año, de Ernesto Fontaine, un economista chileno que le hizo mucho bien a su país. Fontaine dirigió durante más de 30 años el curso de evaluación de proyectos de la Oficina Nacional de Planificación (Odeplán). Más de mil alumnos pasaron por sus clases, los que luego se diseminaron por toda la administración pública. Gracias a él, es muy difícil que en Chile se derroche recursos públicos en proyectos de inversión de dudoso valor para la sociedad.

El curso tuvo entre sus antecedentes otro, organizado por el Banco Interamericano de Desarrollo, que se dictaba en la década del sesenta en Nicaragua y el Perú. Entre nosotros, lamentablemente, nunca se institucionalizó. Y no fue sino hasta el año 2000 que, por iniciativa de un miembro del Gabinete actual, se creó el Sistema Nacional de Inversión Pública (SNIP).

En Chile, el curso evolucionó naturalmente hacia un sistema formal de evaluación, integrado al proceso presupuestal. Odeplán exigía a cada ministerio que pedía fondos para ejecutar algún proyecto que presentara un estudio demostrando que sus beneficios serían mayores que sus costos. Nada de quemar etapas ni de “perfiles recargados”. Las malas ideas se iban purgando antes de gastar demasiada plata en ellas.

Ernesto contaba la siguiente anécdota. Un ministro fue a pedirle 20 millones de dólares al director de Odeplán:
–Muy bien –le contestó este–. ¿Dónde está tu estudio de factibilidad?
–No tengo. Cuesta 2 millones hacerlo.
–Entonces, te doy los 2 millones.
–¿En serio? ¿Me los puedes dar?
–Por supuesto. ¿Tienes un estudio de prefactibilidad?
–No, tampoco.
–Mejor te doy 200.000 para que lo hagas.
–Bueno, pues, dámelos.
–Encantado. Pásame un perfil del proyecto.
–La verdad es que...
–Mira, en ese caso, toma 20.000.

Puede ser que nuestro SNIP no haya alcanzado el mismo estándar que el chileno. Pero es una exageración decir que no sirve para nada y sería un despropósito eliminarlo, como ha propuesto un candidato presidencial. (Hasta ahora uno; más adelante serán más). El sistema es incómodo para los políticos. Allí radica precisamente su utilidad. La motivación del político es tomarse la foto inaugurando la obra; y cuanto más grande la foto, mejor. Pero lo que al país le interesa no es que la plata se gaste, sino que se gaste bien: que cada sol invertido traiga más de un sol de beneficios para la población.

Si el SNIP no está funcionando bien, la solución no es desactivarlo, sino mejorarlo. Hay que preparar más gente. Hay que usarlo para priorizar las inversiones, pero también para asegurarse de que las que resulten prioritarias se incluyan en el presupuesto y se ejecuten de inmediato.

Fontaine tenía claro que el sistema jamás será infalible. Ninguna evaluación puede garantizar que el costo terminará siendo el que se había presupuestado. Nadie sabe a ciencia cierta si los beneficios serán los esperados. Siempre habrá intangibles a los que es difícil ponerles números. Pero el esfuerzo ayuda, por lo menos, a cazar a los más grandes elefantes blancos.

Tampoco es el economista el que debe tener la última palabra. Si el presidente de turno quiere ejecutar un proyecto aunque el resultado de la evaluación no sea favorable, que lo haga. Pero que nos diga honestamente qué cosas no han sido debidamente ponderadas y cuánto vamos a pagar por ellas.