La mejor confirmación de lo dañina que es la intención de la ministra de Educación de acabar con la Ley de la Carrera Pública Magisterial (LCPM) son las palmas que ha recibido de la dirigencia del Sutep, el gremio que durante décadas ha boicoteado cualquier intento de establecer una meritocracia en nuestra educación pública y que en su momento intentó con uñas y dientes (además de robos de pruebas) impedir la entrada en vigencia de dicha ley.

La aprobación de la LCPM ha sido, con mucho, la reforma de la educación peruana más importante en décadas. El sistema en el que todos los profesores ganaban igual al margen de sus méritos individuales, pudiendo diferenciarse únicamente por un “logro” –su duración– que puede ser compartido por cualquier piedra, hacía mucho tiempo que era insostenible. Y lo era no solo por el atentado moral que supone negarles a los individuos su derecho a progresar en función de su esfuerzo y sus aportes, sino también, y sobre todo, por lo que estaba haciendo con los niños del Perú: en el examen último de PISA nuestro país figura en los peores cinco puestos de los 65 países evaluados en todas las materias educativas. Una situación que volvía cualquier defensa del statu quo, como aquella en la que insistía el Sutep, más impúdica que simplemente errónea.

En este estado de cosas, con todas las imperfecciones que tuvo, la LCPM fue una muy costosa pica en Flandes. Supuso ocho años de trabajos preliminares, una inversión de S/.430 millones y un enfrentamiento durísimo con el gremio magisterial que recurrió, como suele hacerlo, a la mentira y la violencia, alternativamente. Esta vez, sin embargo, e inéditamente, el Sutep salió derrotado: además de que la opinión pública apoyó abrumadoramente la reforma en las encuestas, el 60% de profesores optó por postular al examen de ingreso al nuevo sistema, pese a las explícitas amenazas de la dirigencia del sindicato. Así entró en funcionamiento la LCPM y así ingresó la primera promoción de 60.000 profesores a su sistema.

Este espacio, tan dificultosa y exitosamente ganado, lo debió aprovechar este gobierno para que los 60.000 profesores continuasen rindiendo las evaluaciones de la LCPM y para que cada año se les sumasen más docentes. En lugar de eso, la ministra congeló la aplicación de la ley (empleando para ello una facultad que, ciertamente, no le da la Constitución: hacer como que no estaba ahí) y finalmente por anunciar una nueva ley.

La ministra nos dice que en lugar de la LCPM habrá otra norma que respete la meritocracia de una mejor manera. Aun cuando se le crea, su decisión es un error. Los cambios que necesitaba la LCPM se debieron hacer mientras seguía funcionando. La LCPM no es perfecta pero es mucho mejor que lo que existía antes de ella, que lo que existe desde que se la congeló hace un año y que lo que existirá hasta que se implemente –si se aprueba– la ley que la reemplace. Los expertos calculan que este último plazo será de un año y medio más, lo que entonces sumará dos años y medio de vuelta al statu quo de la educación peruana: un lujo que este gobierno no tenía que darse si busca ser el de la “inclusión”. No son los sectores altos, después de todo, los que tienen que enviar a sus hijos a recibir la pésima educación que dan nuestras escuelas estatales.

No obstante lo anterior, no parecen haber muchas razones para creerle a la ministra. Ciertamente, no ayuda el que haya tomado la decisión sobre la LCPM hablando con el mismo Sutep y salteándose al Consejo Nacional de Educación, además de acompañándola con un aumento general de los salarios de los profesores al margen de consideraciones meritocráticas. Y tampoco ayuda la manera tramposa en que llegó a su anuncio sobre el fin de la LCPM: diciendo primero que iba a relanzarla, luego que iba a modificarla y finalmente dando la sorpresa de que quiere derogarla. Pero, sobre todo, no ayuda la forma como encontró un terreno muy trabajosamente ganado a su favor y, en lugar de aprovecharlo, decidió abandonarlo diciendo que no era perfecto y que volvería desde base cero para ganar otro mejor. Eso no lo hubiera hecho nadie que aprecie lo mucho que está en juego en la batalla ni nadie, en realidad, que supiese que está en una batalla.