La última vez que hablamos, Marisa me dijo que la próxima sería una fiesta que valiese por tres. Fue el 13 de noviembre de 2020 (mucho antes de la llegada de las vacunas, cuando la esperanza y la luz en el peor año de la pandemia aún escaseaban) y era su cumpleaños número 80. No hubo un festejo extravagante con centenares de invitados, botellas de champagne abriéndose una detrás de otras, ni mesas con frutitas de maná, cocaditas o yemecillas acarameladas. Tampoco fotógrafos de Sociales ansiosos por cubrir un acontecimiento que sin duda habría sido memorable, o invitados que llegasen del extranjero. El covid había cambiado todas las reglas. Así, Marisa Guiulfo llegó a sus 80 sostenida en la calma de su casa de Pucusana -su gran santuario- donde se mantuvo alojada buena parte del año pasado.
Aquel día le escribí un saludo por Whatsapp para no interrumpir su agenda. Poco después, y para mi sorpresa, me llamó. Hablamos varios minutos sobre lo que estaba pasando, lo raro de las circunstancias y la incertidumbre del futuro. En medio de todo ese caos, la promesa -sospecho que se la había hecho a sí misma- de que la fiesta continúe era alentadora. “Este año no se puede, pero el próximo celebro como si fuesen tres”, recuerdo que me dijo al teléfono en esa última conversación. Sus palabras resuenan fuerte mientras nos enteramos hoy de su partida, a pocas semanas de haber cumplido 81 años.
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La suya fue una existencia extraordinaria. Marisa rompió esquemas desde el inicio en la Lima conservadora de las décadas del setenta y ochenta, donde pocas eran las mujeres que estaban al mando. Era divorciada con cuatro hijos; había pasado su juventud trabajando en Estados Unidos (la añoranza la llevó a aprender de comida peruana); y aprendió a valerse por sí misma con su talento, buen gusto y compromiso para lograr aquello que se proponía. Su nombre se convirtió en el sinónimo de las mejores celebraciones de este país, y nunca fue tímida para contar cómo fueron sus comienzos. Desde macerar pavos en la tina de su casa, hasta transportar bocaditos con sus hijos recostados en el auto para que las bandejas no se cayesen: hizo -y logró- lo inimaginable.
Cuando todos festejaban, ella estaba detrás de bastidores en matrimonios, cenas o aniversarios. Supervisaba, daba órdenes, era estricta. Las cosas tenían que hacerse y verse bien, y aquella fue la pequeña gran revolución que introdujo bocados peruanos a las mesas donde sentaban reyes y presidentes. Su gran satisfacción, sin embargo, no estaba en quién, sino en cómo: lo importante era que la celebración nunca termine.
En 2015 la entrevisté en su casa para la que fue su primera portada de Somos, y esa ocasión marcó nuestro primer encuentro. En 13 años como periodista dicha comisión sigue siendo, a la fecha, el momento de mayor nerviosismo de toda mi carrera: esperaba hacer las preguntas correctas, verme de la manera correcta, sonar correcta y todo lo que puede preocuparle a un mortal ante la presencia de una divinidad como ella. Con Marisa, sin embargo, pasaba una cosa peculiar: uno esperaba encontrarse a la reina Isabel (cualidades de realeza y elegancia le sobraban, evidentemente) y terminaba -más bien- hallando en ella a una figura más cercana a lo que sería una tía abuela. La misma que te da galletas cuando te despides y, cada cierto tiempo, te pregunta si ya te casaste.
Aquella vez ocurrió algo que no he podido olvidar, y que no es habitual en una celebridad que no necesita de más halagos ni promoción. Llegué con anticipación a la cita y Marisa, para que no esperase sola, me invitó a almorzar con ella y sus nietos en total cotidianeidad. No nos conocíamos de antes y ese gesto todavía me parece una de las muestras más sinceras sobre su esencia. Su propósito de vida siempre fue hacer que la gente se sienta bien, se sienta importante. La diferencia, como solía decir, estaba en los detalles. Nosotras rompimos el hielo con un arroz con pollo servido en la mesa de su patio y ese fue el primero de varios encuentros a lo largo de los años.
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“Quería que me conozcan como organizadora de fiestas, pero muchos tenían una idea, pienso, equivocada de cómo era yo”, me contó esa vez. “Creían que era una persona inalcanzable, sofisticada, que solamente podía atender a determinado núcleo. Lo que a mí me hace sentir orgullosa es que he ayudado a mucha gente a celebrar su vida”, dijo entonces con esa voz ronquita que la caracterizaba. Recuerdo haberle preguntado también si esa asociación entre su nombre y la elegancia le había jugado más a favor o en contra en un país como el nuestro; si le molestaba que se le vincule con lo pituco. “Me siento contenta de que mi trabajo, que hago con una entrega total y buscando la belleza en todo, haya logrado satisfacer los gustos más exquisitos”, contestó. “Creo que la gente se acostumbra a poner etiquetas para definir a las personas y en mi caso ese ícono de elegancia muchas veces da la imagen de frialdad y distancia, cuando por el contrario, me gusta ser cálida, estar en familia, engreír”.
Su salud era un tema primordial, algo que fue determinante en su trayectoria. Superó un cáncer de seno cuando sus hijos todavía eran chicos, pasó tres infartos, y debía convivir con la diabetes. “Celebrar es una parte necesaria de la salud del ser humano, igual que dormir, reír y disfrutar”, también solía decir. Era inevitable no contagiarse de esa energía tan especial que irradiaba con cada frase y cada mirada de sus centellantes ojos azules.
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Me he permitido escribir este texto en primera persona porque siempre hay anécdotas que se van quedando en el camino entre textos y crónicas. También porque Catherine Contreras ha elaborado un maravilloso tributo sobre su legado gastronómico (desde los banquetes hasta los restaurantes) y su huella personal en una nota que pueden ver aquí. En noviembre de 2019 publiqué un libro titulado Mujeres con Apetito (Grijalbo) donde Marisa Guiulfo tenía un rol protagónico. El capítulo sobre su vida era el primero, y definitivamente uno de los más importantes. El día de la presentación fue la última vez que la vi. Su presencia en el espacio, chiquito pero acogedor, del Almacén de Isolina causó un verdadero revuelo. Tal era su efecto: una vez que ella entraba a alguna parte, nadie podía quitarle los ojos de encima. Marisa habló, como hicieron todas las protagonistas de dicho libro, y al día siguiente me envió una caja de dulces con una tarjeta donde agradecía el “inmerecido homenaje” que había recibido.
-¿Sabes por qué los fotógrafos me sacan todo el tiempo en el periódico? (me preguntó en una de las entrevistas que hicimos para el libro)
-Porque eres Marisa Guiulfo, contesté.
-No. Porque sonrío.
Que sonrías eternamente, querida Marisa. Y que la celebración continúe allá arriba.
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“Te invito a mi fiesta”
Extracto, Mujeres con Apetito (Grijalbo, 2019)
Si el cielo fuese una mesa se vería como un domingo en Pucusana en casa de Marisa. Ahí recibe a la gente que más quiere, a quienes la han acompañado por años. Ahí les prepara a sus nietos de desayuno un ‘chancay chancado’ (hechos a la plancha, solo con mantequilla); ahí festeja el domingo de Pascuas, y también el día de San Pedro y San Pablo. Ahí posa en bikini para los lentes de los fotógrafos. Toma sol, mira el mar. Celebra su vida viviendo y pensando en vivir.
La suya parece haber sido, por momentos, una fiesta en la que ella se la ha pasado trabajando. Pero eso no todos lo saben. La misma Marisa que celebró sus 70 años ataviada con un vestido con plumas de pavo real en el Campo de Marte, es la que bromea diciendo que todavía tiene un callo de todo lo que tuvo que caminar para conseguir su primer trabajo en San Francisco.
Aquella imagen de elegante frialdad -de distancia- que muchos asocian con su nombre la entiende, pero no la comparte. Nos acostumbramos a poner etiquetas y le ha ocurrido desde muy temprano: a Marisa la sentían como algo intangible, irreal. “Solo después de que les hablo, de que los atiendo, la gente se sorprende”. Solo después de eso es que se encuentran con una persona, ya no un personaje.
Desde hace años Marisa colecciona gallinas de todos los rincones del mundo; le recuerdan a su madre. Están en su cocina, en sus restaurantes. Hay algún que otro gallo por ahí, solo para que las gallinas no estén tristes. También colecciona figuras de perros springer spaniel, que siempre están en parejas porque así debe ser. Los tiene repartidos por sus salas e incluso en su dormitorio, el mismo donde todo está decorado en diferentes tonos de celeste, acero y azul -sus favoritos de siempre- y un íntimo cuadro de Fernando de Szyzlo cuelga en la entrada. La dedicatoria dice “Para Marisa con un abrazo”.
Dos cosas repite Marisa Guiulfo con frecuencia. La primera es que se puede tener mal gusto teniendo mucho dinero.
La segunda es que todo vuelve.