Lo único mejor que ver una serie apenas se estrena es verla mucho después, cuando ya no está de moda, cuando ya ha sido comentada hasta el hartazgo y ha desaparecido el tufo de novedad. Es igual que ser el último en la larga fila de autógrafos de un artista: puedes charlar unos minutos más con tu ídolo, sacarte selfies sin apuro ni presión.
Me acaba de pasar eso con Better Call Saul. Todavía no he podido ver la sexta temporada (estrenada hace ocho meses), pero he devorado las cinco primeras con la feliz tranquilidad de haber llegado tarde al acontecimiento.
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En febrero del 2015, después de difundirse los primeros diez episodios, varios amigos conocedores discutían tratando de determinar si Better Call Saul era o no una digna precuela de la canónica Breaking Bad. Ajeno por completo a la serie (por aquel entonces recién empezaba a familiarizarme con la historia de Walter White y el universo Heisenberg), me perdía en esas ardorosas polémicas.
Ahora que he corregido ese vacío, cuando me pongo en contacto con esos mismos amigos para hablarles entusiasmado de tales personajes, tales escenas, tales giros, tales diálogos, tales movimientos de cámara de Better Call Saul, reaccionan sin emoción, como si les comentara una serie de los años setenta o, peor, los partidos del Mundial anterior. A uno le dije en privado que Jonathan Banks me parecía un actorazo y su respuesta descalificadora fue: “¿Recién te das cuenta?”. Cuando le solté el dato, según yo escondido, de que Banks había hecho de policía en Gremlins en 1984, me devolvió una sola palabra: “Colón”.
No sé si Better Call Saul sea mejor que Breaking Bad, pero la he disfrutado igual que aquella; esto es, sin poder parar, celebrando la renuncia al maniqueísmo, la ambivalencia moral de los protagonistas. Jimmy McGill es un hombre herido, fácilmente corrompible, mediocre, descarado, pero a la vez está dotado para la improvisación más ingeniosa y es dueño de una lealtad y nobleza infrecuentes en sujetos con su perfil. Kim Wexler es una abogada correcta, muy profesional, envuelta en un aura de misteriosa rigidez, y que a veces se permite disfrutar del timo burlón a incautos desprevenidos. Mike Ehrmantraut es un expoli rabioso, cruento, y en paralelo un abuelo indiscutiblemente dedicado, con insospechados accesos de ternura. Nacho Varga es un ambicioso esbirro de los narcos de Albuquerque, pero un hijo capaz de vender su alma por proteger a su padre. Y así ocurre con la mayoría de personajes, salvo con los miembros del cartel de los Salamanca, esos sí que son malos de temer, acaso con la salvedad de Lalo, cuyos lazos familiares logran sacar de él no pocas ráfagas de compasión.
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En Breaking Bad, Walter White es un hombre gris que, ante la inminencia de su cáncer de pulmón, decide convertirse en criminal porque es la única manera rápida que encuentra de ganar dinero para asegurar el futuro de su familia. Luego, es cierto, pierde el control y se hunde en un pozo de mentiras, delitos y crímenes horrendos, pero al menos tiene esa excusa a la cual aferrarse.
Jimmy McGill no tiene una coartada. Él actúa al margen de la ley porque así lo dicta su matriz; más bien lucha —y esa lucha es admirable— contra su esencia delictiva para merecer lo bueno que le pasa, encarnado por la presencia revitalizante de la aguerrida, hermosa Kim Wexler. Es un pillo, sí, pero ¿puede decirse categóricamente que todo lo que hace es repudiable?
Creo que los espectadores nos enganchamos con Better Call Saul porque nos lleva a pensar en las muchas veces que nosotros también hemos actuado al borde, sin pensar en las consecuencias, tomando decisiones que son el reflejo de carencias irremediables. Nos gusta porque nos recuerda que la justicia es un bien ilusorio, que el más inescrupuloso puede salirse con la suya, mientras el inocente es enterrado en un desierto o arenal. Y nos recuerda, por último, que buenos y malos no ocupan territorios estancos lejos de nosotros, sino que conviven en nosotros. No fuera del pellejo sino dentro. //