Papi, ¿subimos al Tren de la Mina?». «Hay mucha cola, hija». «¿Dónde?, no veo nada de cola». «Lo que pasa es que no mides lo suficiente». «Pero hay niños de mi tamaño que suben con sus padres». «Ya, pero puede ser peligroso». «Me pones el cinturón de seguridad y listo». «¿Y si va muy rápido, no te vas a asustar?». «¡Eso es lo divertido!».
Así fue como mi porfiada hija de cinco años me convenció la otra tarde de que había llegado uno de esos estelares momentos padre-hija: el momento de compartir una montaña rusa. Fóbico, enemigo recalcitrante de las alturas y la adrenalina, había hecho lo posible por librarme del compromiso, pero ya se sabe que –a diferencia de lo que ocurre con los hijos– a las hijas es imposible decirles que no.
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Hasta ese instante, nuestra visita familiar al parque de atracciones venía desarrollándose sin mayores sobresaltos: tacitas voladoras, autos chocones, mansos carruseles, la inofensiva casa de Bob Esponja, el relajante circuito de Dora la Exploradora, la escuela de manejo de los Tortuninjas. En algún momento, mi hija debió sentir que toda esa oferta no satisfacía su necesidad de vértigo, y entonces exigió ingresar al temible Tren de la Mina.
Es verdad que en otra zona del parque había montañas más intimidantes aún (La Tarántula y El Abismo); también es verdad que el sitio web del recinto describía al Tren de la Mina como una «atracción de intensidad moderada», sin embargo, nada de eso importó cuando, ya montados en uno de los vagones, vi la barra de seguridad cerrarse de golpe sobre nuestras piernas, dando inicio a la tortura. De inmediato, me convertí en mi madre: «hijita, agárrate fuerte»; «hijita, no mires abajo»; «hijita, piensa en cosas lindas». «Papi, estás sudando», me hizo notar ella, con una sonrisa plena de relajo y expectativa. «Es el calor», balbuceé.
El tren comenzó a ascender lentamente para tomar viada, y durante ese trayecto diagonal, que no debió durar más de un minuto, recuerdos de otras épocas fueron agolpándose en mi mente. Pensé en el Gusanito del Play Land Park o, para ser exacto, en cómo se me estrujaban la panza al pasar velozmente en medio de la manzana. Pensé en la tarde en que, por disimular mi cobardía frente a una chica, acepté trepar con ella al Tagadá del Fantasy World y mis nervios de acero se tradujeron en una indisposición estomacal que muy pronto se hizo manifiesta. Pensé en una foto familiar de 1994 en el Busch Gardens de Tampa, captada justo en la caída libre del amigable Stanley Falls: mi rostro completamente azorado contrasta con el de mi padre, que silba sin inmutarse, como si estuviera dándole la vuelta al óvalo de Pardo. Pensé en la mañana que hice ‘bungee jumping’ en Cusco: ¿cómo fui capaz de lanzarme al vacío desde una jaula suspendida a 120 metros del nivel del suelo, sostenido por unos arneses precarios? La respuesta es automática: tenía veinte años y cuatro cervezas encima.
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Pensé en los súbitos mareos que padecí al llegar al piso 102 del Empire State y asomarme a las ventanas. Pensé en un poema de Nicanor Parra titulado “La montaña rusa”, que acaba así: «suban si les parece. Claro que yo no respondo si bajan echando sangre por boca y narices». Pensé en la frase de una postal que alguien me regaló hace años y pegué en el corcho de mi habitación: «Life without risk is Disneyland». Y no pensé en nada más porque, de la nada, sentí que mi cuerpo comenzaba a sacudirse. El Tren de la Mina había comenzado su acelerado descenso, y mi hija, lejos de espantarse con esas curvas y serpenteos que desafiaban la ley de la gravedad, levantaba los brazos, lanzando onomatopeyas de lo más contenta. Doblado sobre la barra de seguridad, con un profundo vacío en el abdomen, me comunicaba a través de frases cortas que apenas podía pronunciar: «ahorita acaba, hija», «no te preocupes», «ya pasó, ya pasó». Pero ella no parecía requerir esa consejería.
Cuando al cabo de unos minutos el trayecto concluyó y el tren se detuvo, es decir, cuando el alma volvió al cuerpo, me recompuse para que mi hija creyera lo mucho que había disfrutado de la violenta experiencia. Se ve que la persuadí porque a continuación soltó tres palabras que repercutieron de inmediato en el ritmo de mis pulsaciones cardíacas: «papi, ¿otra vez?».
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