Termino de ver «Past Lives» en el avión y dedico el resto del vuelo entre Lima y Madrid a barajar posibles respuestas a la pregunta que todo espectador seguramente se hace al final de esta magnífica película coreana que acaba de conseguir dos nominaciones al Óscar: ¿por qué Nora no puede dejar de llorar?
En una calle del East Village de Nueva York, nuestra protagonista —una mujer coreana que hace años emigró a Estados Unidos para convertirse en guionista— acaba de embarcar en un taxi a un hombre llamado Hae Sung, quien fuera algo más que su mejor amigo de la infancia en Seúl. Enseguida, se echa a llorar a moco tendido.
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Antes, un poco de contexto. La primera grieta entre ellos se produjo veinticuatro años atrás, cuando los padres de Nora, dos artistas en busca de mejores oportunidades, resolvieron mudarse de Corea a Canadá. Doce años más tarde, los amigos se reencuentran casualmente (o no) en Internet y, mediante largas conversaciones vía Skype, desempolvan la vieja conexión. Son personas muy distintas —Nora ya reside en Nueva York, Hae Sung estudia Ingeniería y continúa sus rutinas en Seúl—, pero la química entre ambos está intacta, el sentido del humor sigue vigente y pronto estamos ante un romance virtual que se debate inevitablemente entre lo factible y lo platónico. Solo cuando admiten las dificultades logísticas y geográficas que los separan, Nora —movilizada por sus ambiciones profesionales, pero también por su legendario miedo a salir herida— da el primer paso para terminar ese noviazgo de pantalla: hermoso, pero incompleto.
Otros doce años tienen que pasar para que se encuentren al fin presencialmente. Soltero, recién salido de una relación de dos años, Hae Sung decide viajar a Estados Unidos a sabiendas de que Nora es ya una mujer casada. No pretende seducirla ni hacerla dudar de su matrimonio (de hecho hace migas con Arthur, el marido), pero necesita verla, abrazarla, hablar con ella, contemplarla en silencio, comprobar ‘in situ’ en quién se ha convertido exactamente la niña que nunca olvidó.
Así ocurre y al cabo de una semana los vemos despidiéndose al pie de un taxi, y entonces ella vuelve a pie a su edificio y durante ese trayecto de ¿cien, doscientos metros? llora. Es un llanto adulto, copioso, desconsolado. Uno se pregunta: ¿de dónde vienen esas lágrimas que Nora es incapaz de contener?
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No hay una sola respuesta, evidentemente. Uno puede suponer que llora por todo lo que Hae Sung simboliza: su niñez, su país, su ciudad, su memoria, sus raíces, es decir, todo lo que dejó. O quizá llora por su decisión de no haber querido volver a Seúl. O tal vez por el destino que podría haber tenido y no tuvo al lado de Hae Sung. Ya se sabe que todo migrante vive dos vidas paralelas: la que eligió, su vida real, y la que quedó trunca, pero sobrevive en la imaginación, la vida fantasma. Cabe suponer entonces que Nora llora por esa otra vida, una vida mutilada que todavía le molesta, igual que esos miembros amputados que, pese a no existir más, siguen picando y doliendo. Nora ama a Arthur, su esposo; no es improbable que se haya casado con él para obtener la ‘green card’, pero también por la promesa de incondicionalidad que él le inspiró apenas se conocieron. A veces uno opta por ese tipo de felicidad, una menos vertiginosa, pero más armónica y estable. Nora llora también por su identidad perdida, porque ya no lleva más su nombre de pila, Na Young, el nombre coreano al que renunció por uno más occidental, Nora Moon. Llora por lo perdido, lo transformado, lo que no puede modificarse. Y aunque es un llanto triste, no llega a ser del todo trágico, pues también está hecho de certezas, de aciertos, de los golpes de suerte que el azar le ha deparado.
Termino de ver «Past Lives» y reclino el asiento. Imposible no traer a la mente otras películas como «In the Mood for Love», «Eterno resplandor de una mente sin recuerdos», «Los puentes de Madison», o cualquiera de la trilogía «Before», de Richard Linklater, todas historias de personas correctas que se conocieron en la vida equivocada. Y justo cuando me dispongo a rememorar ciertos nombres de la adolescencia, a pensar en mis propias vidas pasadas, aún con la banda sonora de la película retumbando en mi cabeza, la aeromoza surge detrás de una cortina y me arroja la pregunta más definitiva de todas cuantas pueden hacerse a miles de pies de altura: ¿el señor va a querer pasta o pollo? //