Lo sucedido esta semana con Roald Dahl, el célebre autor galés de novelas para niños tan emblemáticas como “Matilda”, “Las brujas”, “Charlie y la fábrica de chocolates” o “James y el melocotón gigante”, es la prueba de lo cerca que estamos de instaurar un control reaccionario mundial de los contenidos artísticos. El lunes se comunicó que la obra original del autor –no en español felizmente, pero sí en inglés– ha sido ‘retocada’ para evitar que nuevos lectores se sientan heridos o discriminados. Varios de los personajes de Dahl son esperpénticos y su comportamiento es todo lo cruel, grotesco y oscuro que puede ser la propia imaginación infantil; sin embargo, en un acto que para muchos, me incluyo, resulta literariamente absurdo e insultante, se ha decidido maquillar rasgos físicos, raciales o de género a fin de no «ofender» al público más sensible. Donde antes decía «gordo» ahora dice «enorme». Donde antes se describía a alguien como «fea, calva y bestial» ahora solo se la refiere como «bestial». Donde antes alguien era «sirvienta» ahora es «limpiadora». «Una extraña lengua africana» ahora ya no es «extraña». Si alguien era «noqueado en el piso», ahora recibe «una buena reprimenda». Las protagonistas femeninas que eran cajeras de supermercados y mecanógrafas ahora son científicas y mujeres de negocios. Y se prefiere hablar de familias y progenitores antes que solo de padres y madres. El caso recuerda lo sucedido con otro clásico, Mark Twain, cuya obra fue reescrita en 2011 por la editorial norteamericana New South Books, que reemplazó la palabra «nigger» (negro) por «esclavo», bajo el muy debatible argumento de que así se «reducían las connotaciones racistas».
¿Quién decidió trastocar la voluntad de Roald Dahl? Son tantos los implicados que al final la responsabilidad se diluye. La editorial Puffin Books es la artífice de la movida, pero también están involucrados los «lectores sensibles» contratados por la consultora Inclusive Minds; la plataforma Netflix, que en 2021 adquirió la Roald Dahl Story Company (la empresa que gestiona el legado del escritor galés); y, desde luego, están sus herederos, quienes parecen estar dispuestos a negociar con los libros de Dahl antes que a respetar el estilo en que fueron escritos. Según los entendidos, tan delicada operación editorial respondería a criterios básicamente comerciales: hablamos de un autor que ha agotado más de 300 millones de ejemplares en todo el mundo y que vende un nuevo libro cada 2,6 segundos. Al término de la lectura de esta columna, habrán sido vendidos unos setenta libros de Roald Dahl.
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El problema central es que cuando se invoca la inclusión como justificante de una mutilación artística, hablamos invariablemente de censura. Y toda censura es indefendible. Decir que esto se hace «para no ofender» es una engañifa, pues la literatura es precisamente el terreno de lo incómodo, lo retorcido, lo políticamente incorrecto, lo ofensivo, lo perturbador.
Lo que se está haciendo con Dahl, en realidad, es negar su esencia creativa, es decir, su biografía, pues sus experiencias desoladoras fueron el germen de esos notables libros. Roald Dahl fue un niño deforme, de casi dos metros, que se quedó huérfano de padre a los cuatro años (de ahí nace “El gran gigante bonachón”), conoció la severidad de los internados británicos (en particular el Repton School, donde fue torturado por sus compañeros; de ahí sale “Matilda”). Durante la Segunda Guerra Mundial se hizo aviador y sufrió un accidente feroz en el Sahara pilotando un biplano Gladiator: la fractura de cráneo lo dejó ciego unos meses (es la premisa de James y el melocotón). Perdió a una hija. Otro hijo desarrolló hidrocefalia. Humilló a su primera esposa con una infidelidad tras otra (por algo, ella lo bautizó como “el podrido”). Fue un padre maltratador, un autor quisquilloso que le exigía «paquetes de seis docenas de lápices» a sus editores (uno de ellos, en Nueva York, lo definió como «grosero y arrogante») y su destemplado antisemitismo («…por algo los persiguió Hitler», declaró en 1983) obligó a su familia a pedir disculpas públicas.
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Pero que como individuo haya sido un tipo más que desagradable no es razón para suprimir frases enteras de sus libros. Editar a un escritor vivo es lo usual, editarlo muerto no es otra cosa que una infamia. //