Adiós, Fernando de Szyszlo, maestro del arte de la vida

En octubre de 2004 hice una entrevista al artista plástico peruano Fernando de Szyszlo (1925-2017), fallecido lamentablemente ayer. Se publicó en el N° 8 de la revista “Libros & Artes” de la Biblioteca Nacional del Perú.Aquí unos extractos de la charla.

(Foto: Archivo Histórico El Comercio)
(Foto: Archivo Histórico El Comercio)
Carlos Batalla

La calidez humana de Fernando de Szyszlo trascendía en cada una de sus palabras y en su buen trato, en su agudeza y sensibilidad para comentar su vida y la vida de sus amigos. Nos reunimos en su casa de San Isidro, en una callecita paralela a la avenida Salaverry, donde relucía su pulcro taller y los detalles de su diario vivir.

-¿En qué circunstancia conoció a Javier Sologuren?

Conocí a Javier Sologuren en 1944, gracias a Sebastián Salazar Bondy. En ese entonces nos reuníamos en una librería muy buena, en el centro de Lima, que era del coronel Ayza, un exiliado del ejército republicano español. También, curiosamente, muchos de la Generación del 50, mejor dicho, los más cercanos a nuestro grupo, vivíamos en la misma zona de Lima, en Santa Beatriz, en los alrededores del Parque de la Reserva: Javier Sologuren en la calle Teodoro Cárdenas, junto al cine Azul; Sebastián y Augusto Salazar Bondy en la calle Carlos Arrieta; Arguedas un poco más allá, casi en Lince; Enrique Pinilla, el músico, en Arenales; y en esa misma avenida, José Durán. Emilio Adolfo Westphalen en la calle Emilio Fernández; y yo en la avenida Soldado Desconocido, una que salía del Parque de la Reserva.

-Era una vida muy bohemia.

Sí. Es que también teníamos sólo veinte o veintiún años... De la peña Pancho Fierro nos íbamos al Patio, un café que estaba frente al Teatro Segura, o buscábamos un chifa para comer. Era una vida intensa, nos veíamos prácticamente todos los días. Yo especialmente con Javier Sologuren y Jorge Eduardo Eielson. Los tres nos dirigíamos muy a menudo al museo de arqueología en Magdalena. Ya para entonces teníamos una afición por la cultura precolombina, yo incluso comencé a comprar por esos años cosas del Perú antiguo (…).

(Foto: Archivo Histórico El Comercio)
(Foto: Archivo Histórico El Comercio)


-¿Sologuren fue un personaje muy activo en esas reuniones?

Muy activo, muy envuelto en ese mundo de bohemia. Sin embargo, Javier siempre conservó esa cosa inocente. Javier fue como un santo, una persona incapaz de sentimientos negativos, de odios o rencores. Estoy convencido de que si él hubiese sido religioso, habría llegado a ser un santo, porque realmente era la persona más generosa, más desinteresada del mundo (…).

-¿Qué lecturas hacían juntos?, ¿había acuerdo en algunos autores, o más bien surgían polémicas?

Todos leíamos mucho al Neruda de “Residencia en la tierra”, y también a Vallejo. Pero, sobre todo, a Rilke, un poeta muy importante para nosotros. Para mí sigue siéndolo, y estoy seguro de que para los demás también. Eielson se sentía muy cercano a la poesía rilkeana. Javier, además, admiró toda su vida a Jorge Guillén y Vicente Aleixandre. En el poemario “Detenimientos” (1945-1947), que ilustré con unos grabados hechos en linóleo, Javier consigna un epígrafe de un poema de Aleixandre; hay otro epígrafe de Apollinaire... Creo que la poesía de Javier era moderna, contemporánea, pero al mismo tiempo muy romántica, de un sentimiento muy fuerte (…).

(Foto: Archivo Histórico El Comercio)
(Foto: Archivo Histórico El Comercio)

-Quizás haya sido también un momento irrepetible. Pocas veces se dio esa confluencia de generaciones y, a la vez, esa libertad para crear sin complejos de inferioridad...

Indudablemente. Hay que tener presente el hecho de que por primera vez descubríamos las cosas contemporáneamente cuando sucedían: es decir, leíamos a Sartre o Camus cuando acababan de aparecer en Francia. Vivíamos eso que Octavio Paz decía, y que yo siempre repito: “Por primera vez fuimos contemporáneos de todos los hombres”. Claro, a nuestra generación le tocó una cosa muy linda: dar la batalla por el arte moderno. No que nuestras obras fueran más o menos importantes, sino simplemente que estaban al día.

-Y en todos los campos artísticos.

Claro, hasta en la arquitectura, donde se dejó de hacer proyectos neocoloniales, para interesarse en las nuevas conquistas del espacio contemporáneo. Fue una época realmente muy estimulante (…).


-¿Siempre estuvo cerca la opción del autoexilio? Muchos de ustedes asumieron esa idea como salvación, como escape de un ambiente sofocante...

Pero, al mismo tiempo, estaba la decisión de quedarse o regresar.

-Se habrán hecho la pregunta: por qué regresar o por qué quedarse.

Creo que los que regresamos lo hicimos en gran parte porque creíamos que hablar de cambiar el Perú en un café de París era algo muy literario. Uno tenía que estar aquí, participar en la dinámica social, promover la escritura, lo que sea, pero desde adentro. Yo no critico a quienes se quedaron para siempre fuera del país, para ellos mis respetos. Pero eso ocurrió en todos los países latinoamericanos...

(Foto: Archivo El Comercio)
(Foto: Archivo El Comercio)


-¿Se gana más volviendo?

Yo no sé... Usted sabe cómo es el arte, una cosa tan complicada. Seguramente hay unos que ganan yéndose y otros volviendo. Uno no sabe dónde está su destino. Goethe decía: “Ahí donde no estás es donde tu destino te espera”. Uno siempre está persiguiendo ese sitio. Y así se pasa la vida, en esa incertidumbre.

-Pero el Perú como espacio de creación también sedujo a su generación; en su propia obra se puede ver esa identidad en proceso. ¿Cómo siente esa presencia de lo peruano actualmente?

Lo siento como una gran desilusión. Esa ilusión que mi generación tuvo de ver cambiado este país, no se realizó.

-¿Les robaron el sueño?

Nos lo robaron... Una vez leí una frase de Kafka que decía: “Hay esperanza, pero no para nosotros”. Quiero decir, que nuestra generación no la va a ver.

-¿Qué nos deja como enseñanza la Generación del ’50?

Yo creo que fue la batalla por la modernidad. En el Perú ya se había dado, pero el medio todavía estaba alejado de esas preocupaciones, era indiferente. Póngase a pensar que “Abolición de la muerte” de Westphalen fue publicado en 1935; que “Trilce” de Vallejo en 1922. Cuando nosotros salimos a los 20 años, ya el país estaba preparado, ya teníamos información. Entonces, dar esa pelea por la modernidad fue lo más importante que hicimos. Mal o bien, no sé, pero fue una batalla feroz (…).

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