Neuropsiquiatría del poder y la corrupción
Coincidentemente, durante la misma semana, se han producido dos importantes sucesos políticos en Perú y en Estados Unidos, los cuales ponen sobre la mesa los mismos elementos: el ejercicio del poder, mutuas acusaciones de corrupción y hubris o enfermedad del poder. Hoy revisaremos algunos conceptos neuropsiquiátricos de esos elementos y veremos cuan íntimamente relacionados se encuentran.
En el Perú, se ha dado un directo y agrio enfrentamiento entre el poder ejecutivo y el poder legislativo, el cual, al cierre de edición de esta columna, aun no se ha resuelto. En juego esta el control del país y sus instituciones. En Estados Unidos, se ha producido -solo por cuarta vez en su historia republicana- el inicio de un juicio político a un presidente. Donald Trump ha sido acusado de usar el poder de su cargo para extorsionar a una potencia extranjera en su propio beneficio político. En ambas situaciones, la peruana y la norteamericana, hay tres elementos comunes en la ecuación: poder, hubris y corrupción.
Poder
En su magnifico ensayo sobre el poder, el profesor de psicología del College de Dublín Ian Robertson cita al filósofo Bertrand Russell, quien dijo que, del mismo modo que la energía es el concepto fundamental en la física, el poder es la materia fundamental de las relaciones humanas. Robertson dice además, que el ejercicio del poder -traducido en el control de recursos, necesidades o elementos que amenazan a otras personas- causa profundos efectos en la mente y el cerebro de la persona poderosa.
Un experimento demostró por ejemplo, que basta el recuerdo de la época en que la persona tenía poder para que se incrementen sus pensamientos abstractos creativos. Al revés, cuando una persona no tiene poder, disminuye su capacidad cognitiva, la cual se manifiesta en la disminución de su capacidad ejecutiva. En otro experimento, bastaba que una persona pretenda ser poderosa -sentándose en un sillón con los pies encima del escritorio- para que aumenten sus niveles de cortisol y adrenalina, las hormonas del stress y la creatividad.
Lamentablemente, dice el profesor Robertson, los efectos del poder no son todos positivos, pues algunos experimentos han demostrado que, incluso pequeños niveles de poder, aumentan la hipocresía, el sentirse diferente y superior, el egocentrismo y la falta de empatía por los demás. Dos de esos efectos negativos secundarios del poder son el síndrome de hubris y la corrupción.
El síndrome de Hubris
En su libro “En el poder y en la enfermedad: enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años”, el político y médico británico Lord David Owen establece los elementos psiquiátricos del llamado síndrome de Hubris, y citando a Bertrand Russell, asegura que cuando el elemento necesario de humildad no está presente en una persona poderosa, esta se encamina hacia un cierto tipo de locura, que llama “la intoxicación del poder”.
Owen propone 14 criterios para diagnosticar al poderoso con síndrome Hubris, entre ellos, usar el poder para auto-glorificarse, tener una preocupación exagerada por su imagen, lanzar discursos exaltados en los que aseguran que ellos “son el país o la nación”, perder contacto con la realidad, ser propenso a cometer actos impulsivos, decir que son tan grandes que solo dios o la historia los podrá juzgar, permitir que sus consideraciones morales guíen sus decisiones políticas a pesar de ser poco prácticas o muy costosas, demostrar un enorme desprecio por los aspectos prácticos de la formulación de políticas, desafiar la ley y el sentido común, manipular los poderes del estado o caer en la corrupción y demostrar autoconfianza excesiva y un manifiesto desprecio por el sentido común y la inteligencia de los demás.
El cerebro del corrupto
Por otro lado, un interesante estudio del University College de Londres publicado en Nature Neuroscience, encuentra que el cerebro humano es capaz de aceptar y adaptarse a la deshonestidad debido a la disminución de la función de la amígdala cerebral, zona responsable de que confiemos en nuestros instintos (el gut feeling en inglés), y que nos permite interpretar instantáneamente si lo que hacemos esta bien o esta mal.
En un interesante experimento, científicos ingleses descubrieron que la amígdala cerebral se activaba fuertemente con los primeros actos deshonestos, pero con cada subsecuente deshonestidad, su actividad disminuía progresivamente, es decir, es como si la amígdala cerebral “se acostumbrara” a la deshonestidad. Eso indicaría que el corrupto empieza poco a poco, y al ir perdiendo la actividad de su amígdala cerebral, va perdiendo el miedo y se va acostumbrando al delito, incrementando la magnitud de sus actos deshonestos. El gran corrupto es entonces aquel que pierde completamente la actividad de su amígdala cerebral.
Corolario
Además de hubris y corrupción, se ha visto que otro efecto negativo del poder -el cual es consecuencia de la falta de empatía y egocentrismo- es que el poderoso considera a los ciudadanos comunes y corrientes como un medio para sus fines, como simples instrumentos para alcanzar sus objetivos.
Eso completa entonces una interesante interpretación neuropsiquiátrica de las crisis políticas peruana y norteamericana: Personas en poder, con hubris fuera de control, amígdalas cerebrales adormecidas por la corrupción y que consideran a los ciudadanos como simples peones de su ajedrez político.
El antídoto del hubris es el ancla o elemento capaz de bajar a tierra al poderoso y volverlo mas humilde y empático con los quehaceres diarios de los ciudadanos. El antídoto de la corrupción es crear “islas de honestidad” en la sociedad, lideradas por individuos honestos, rodeados de personas honestas y que logren movilizar grandes segmentos honestos de la población.
Ambos antídotos parecen ser una utopía en este momento.