Sobre disquisiciones, inquisiciones y excomuniones: los vicios de la escena metálica parte I
La capacidad crítica es la que nos hace racionales y la más alta de las críticas es la autocrítica. Así que desde ahora cada cierto tiempo dedicaré algunas entradas del blog a ejercer esa maravillosa capacidad sobre nuestra propia cultura, la cultura del metal.
Cuando era adolescente uno de los atractivos de ser metalero era el de pertenecer a un grupo relativamente cerrado, una especie de cofradía con elementos de secta. Seamos honestos, la adolescencia es un periodo dogmático de la vida: todo lo sabemos más y mejor que los viejos y el mundo está en contra de nosotros. Unos más otros menos, todos tenemos esa intuición a esa edad. Pero es solo una ilusión que se disipa conforme maduramos y nos percatamos de nuestras debilidades, caemos en desilusiones y nos desencantamos. Los metaleros nunca hemos sido una excepción a ese tipo de procesos.
Formar parte de la hermandad del metal en la adolescencia nos prestaba un sentido de identidad, de formar parte de algo más grande, de ser rebeldes, valgan verdades, sin arriesgar demasiado, la mayor parte del tiempo en la seguridad de nuestros hogares. Pero ir al colegio con los cassettes regrabados del parque Kennedy o de La colmena de grupos que nadie del salón conocía (ni le interesaba conocer) o llevar polos de grupos extraños para la mayoría nos confería una sensación de excepcionalidad no muy difícil de alcanzar, luego, encontrar a otros como nosotros fascinados por los mismos sonidos e incluso, cartearse con bandas del extranjero, armar fanzines y sobre todo crear bandas era llegar a un cielo de realización, en esos últimos casos ya más complicado y nada fácil.
Esa experiencia produce lo que se llama el fenómeno visión de túnel en la que los que participan de ella tienden a ver solo su interés como algo central y todo lo que no forme parte de ella como periférico. Supongo que eso es lo que produce al final una sensación de propiedad sobre el metal que tiene todo headbanger: la idea de que el metal es nuestro y nadie, nadie, debe tocarlo, manipularlo o mancharlo. Es un sentimiento muy fuerte y quizás noble, sobre todo en la primera juventud, pero que al final nos torna poco receptivos a las críticas del núcleo duro de nuestras creencias y de nuestra identidad. Nos torna personas a la defensiva, incluso reaccionarias frente al cambio y vemos en todos lados una agresión contra nosotros y lo que tanto amamos, el heavy metal en todas sus variantes. Lo sé; yo también he padecido y a veces aún padezco esa afección.
Toda la parrafada anterior viene a cuento, porque en la cantidad de años que llevo manejando el blog, he notado lo poco receptivos a la crítica que son los headbangers, al menos muchos de ellos. Se suele tomar toda manifestación de disconformidad, o cualquier punto de vista diferente como un ataque abierto o una suerte de agresión gratuita. Así si, por ejemplo, la última banda del under extremo sudamericano que está arrancando los aplausos más feroces desde los tiempos de Chakal u Holocausto no nos parece nada del otro mundo sino solo un reciclaje de Hellhammer o Mayhem que no pasará a la historia justamente por su carácter derivativo resulta que no sabemos nada de metal, que nuestra crítica es lamentable, que no apoyamos al under, que seguro nos encanta Poison (USA) y somos unos poseros. Si por el contrario comentamos con entusiasmo el trabajo de una banda extrema que si bien no está descubriendo la pólvora pero tiene el atisbo de una voz personal, entonces no tenemos estándares, y apoyamos cualquier cosa por sobonería y seguro para que nos regalen discos. Si decimos que un festival es un gran éxito, algo meritorio y felicitable desde cualquier punto de vista pero que el sitio en el que se realizó es un poco lejano, entonces resulta que nos quejamos como mariquitas. Al revés si elogiamos un festival sin mostrar alguna nota discordante entonces nuestra crítica no vale nada y elogiamos cualquier cosa, etcétera, etcétera, etcétera.
La mayor parte de estas reacciones defensivas no nacen de la razón sino de la irracionalidad sentimental con la que bañamos nuestro amor al metal. Hace unos años recuerdo como un headbanger extremo, de cuya autenticidad y amor al metal no dudo ni un ápice, elogiaba con ardor la humildad de un artista como Jeff Becerra, sin percatarse de que la humildad es justamente un valor cristiano y no es muy coherente que quienes suelen ensalzar a las bandas del black metal y su ideología encuentren admirable tal muestra de “debilidad” monoteísta y piadosa (por supuesto yo no pienso así, encuentro la verdadera humildad elogiable y la arrogancia detestable, aunque, la verdad, no me importa eso para valorar el trabajo de un artista). O incluso, hablando de la línea temática centrada en Lovecraft, tan común y relamida en el death y el black metal, quieren decir que una banda determinada es original porque realiza la interpretación “correcta” de la obra del fabulador de Providence. Como si existiese una interpretación “correcta” de la obra de un autor o como si ellos tuviesen la capacidad para determinarla.
Hay quien valora todo lo under meramente por ser under y rechaza cervalmente todo lo que suene melódico o power o heavy, ya ni digamos glam etiquetándolo como mainstream (como si ese término significase algo claro en esta época en la que incluso hay glam under). Y en el otro lado también se da, personas que rechazan todo lo extremo, death o black por ser “solo ruido” sin si quiera haberse puesto a escuchar con atención. En fin, esta clase de dogmatismos y rechazos de base emocional suelen plagar y lastrar la labor crítica y la creación de una identidad headbanger madura.
Pensemos que, si queremos realmente ser diferentes en esta sociedad y no una pose más, es nuestro deber usar al metal como una fuerza progresista, artísticamente liberadora, enriquecedora de nuestra cultura y no el refugio emocional e inmaduro de quienes se niegan a dejar de ser adolescentes.
Viva el metal