'El Gráfico' y yo
Un día, ‘El Gráfico’ murió. Acomodó su cabeza entumecida por los achaques en la mullida almohada del lento olvido, y expiró. Lo hizo como lo hacen quienes desean descansar al fin: Sin ruido, sin apenas una mueca de dolor. Nos dimos cuenta de ella nosotros, claro, los que en algún momento leímos sus ejemplares o tuvimos algún tipo de relación voluntaria o no con su organización, pero tengan por seguro que para las nuevas generaciones de aficionados, inclusive de comunicadores, se trató de una muerte casi inadvertida. El periodismo de hoy, como eso que llaman música en la actualidad, no son amigables con la literatura, ni tienen por qué serlo, los tiempos cambian. ¿Acaso ahora es necesario ser actor para hacer teatro o cine? No, ¿verdad? Bueno, esto es igual. Por eso, la revista deportiva que deslumbró a muchos, hoy ya era innecesaria, obsoleta, como los diccionarios impresos o los relojes de pared.
Pero no es mi idea ni mucho menos hacer acá una oda a El Gráfico. En cualquier caso, valoro lo que una vez escuché a Hildebrandt: “Lo que pasa, es que en Argentina –decía- escriben sobre deportes aquellos a los que por poco, no les alcanzó para ser literatos. Acá, en cambio parece que llegaran al periodismo deportivo aquellos a los que no les alcanzó siquiera para hacer policiales”. Exageró, seguramente, hay de todo al fin y al cabo, pero que aprendimos de ellos a bastante fabular bien, no tengo dudas. Igual en el arte de escribir como ‘Premio Nobel’, los argentinos con la tinta y el papel nos llevan alguna ventaja.
Escribían bien los de El Gráfico, sin duda, magníficamente bien. Pero no todo era perfecto. Sus periodistas fueron también los pioneros en ese arte muy bien aprendido luego en el resto de Sudamérica, aquel de ‘crear’ con la imaginación ‘cracks’ donde no necesariamente los había (si eran argentinos, con mayor razón), y si existían, pues eran sujetos a una reproducción ‘tridimensional’ de habilidades en la cancha y virtudes fuera de ellas. Digamoslo claro, la aparición primero y la masificación después del cable y el internet, terminaron por ‘matar’ el encanto (o el negocio, si lo quiere usted). La gente empezó a ver el fútbol sin esperar a que se lo cuenten a diferencia de 30 o 40 años atrás cuando no quedaba otra que leer teorías sobre él y sus protagonistas para conocerlos, y comprobó que no todo lo que leía era tangible, constatable.
Ello sumado a que, ahora, la noticia de ayer ya no es noticia (por eso los diarios también sufren tanto) en el caso de una revista semanal, imagínense. Hoy apretando apenas un botón del celular encuentras todo. Todo. Es cierto, una entrevista ‘acronicada’, un buen reportaje aguantan 7, 15 días. Pero eso ya se puede leer también desde un ordenador gracias a las miles de webs noticiosas existentes, y encima en vez de foto, te ponen un video.
El romance tardío
Si dijera que de chico me comía los ejemplares de El Gráfico y hoy, lleno de nostalgia por ello, estoy llorando en una iglesia, mentiría como político en campaña. Habré visto un par de números en mi niñez con el mismo sentido de la casualidad con que hoy nos encontramos con un ‘Tambo’, por la calle, hay tantos que alguno un día vas a ver. No tuvo influencia alguna en mi intención de dedicarme un día a escribir sobre deportes, mucho más tarde, 10 años después que los de mi generación, la que hoy domina los medios.
En 1999, era practicante en una casa periodística cuando apareció allí ‘El Gráfico-Perú’, una revista avalada en el diario en que trabajaba por la franquicia recién adquirida a los argentinos. La idea era establecer una versión casera de la entonces aún exitosa revista original. ¿Premisas?, las de siempre en cualquier cosa periodística nueva que se emprende acá, bajo costo, alto rendimiento y rentabilidad. Entonces, como es lógico, había que echar mano a las ‘canteras’. Siendo uno de los dos redactores inicialmente elegidos para la tarea (el otro 50 por ciento de la revista, por contrato, era con material publicado en la versión argentina), el mensaje hacia mí fue directo: “Si no has visto El Gráfico, ándate a Quilca, cómprate todas las revistas que puedas y ponte a leer, hay que escribir como ellos, empezamos esta semana”. Y así fue.
Curso intensivo de literatura en tres días a punta de revistas desvencijadas y plagadas con amarillos del tiempo. Mimetizarse con aquel estilo pomposo y pleno en lujos linguísticos resultaba laborioso pero atractivo para cualquiera. Más aún con un limitante adicional: Se tenía que escribir la crónica de los partidos al menos durante el pleno desarrollo de los mismos porque el cierre de un tercio de la edición era inmediato, como si fuera diario. Nada de ir al estadio a mirar los partidos ni macerar las ideas luego. Ahí nomás, sobre la marcha y bajo los ‘ajos’ que se empleaban para motivar la capacidad de improvisación, había que darle con furia a las teclas. “Apúrate carajo, estamos cerrando”, me decía alguno de los editores. “Y si te falta texto, agrandamos la foto, ¿cuál es el problema?”, llegaba el mensaje de alivio en tono de advertencia “¿Y en la versión argentina será así?”, me preguntaba para mis adentros.
Me daba fuerza moral el saber que en la adolescencia escribiendo cartas y tarjetas de corte afectivo, había tenido un buen pasar y gozado de la buena fortuna que me faltó para otras cosas. Entonces la brecha no me debía resultar tan insalvable, si de elaborar textos llenos de emotividad se trataba. En aquel primer número, el de lanzamiento, éramos como un ‘circo pobre’, en el que el boletero tenía que ser polifacético, hacer también de trapecista y domador. Cinco artículos firmé en ese estreno con entrevista, crónica y reportaje incluidos, y mi primer ‘flirteo’, algo tardío y a la distancia, con El Gráfico, el verdadero, el de los argentinos, había quedado sellado bajo un intenso pero oculto rubor.
La convivencia
Más allá de aquello, la relación de convivencia laboral no era la esperada. Siendo más sincero todavía, convivía con una sala de redacción que me resultaba francamente hostil. Uno, más temprano que tarde, siempre entiende y asume que en cualquier lugar donde se encuentre, sea el trabajo, el barrio, el colegio, y hasta en el kínder, se encuentra con gente que te quiere, y con alguien, uno al menos, que siente todo lo contrario, agazapado o no. Si no percibes que eso te ocurre, exige un pellizco, una cachetada que te haga despertar. En este caso, no eran ni uno ni dos los ‘adversos’, para qué estamos con cosas. Más allá de eso, me sentía más que conforme con cada nota durante mi periplo por El Gráfico Perú, por más que el editor sentía un placer especial en arruinarme los días modificando siempre lo que escribía no para mejorarlo, pese a que él escribía bien. Por si fuera poco, cuando el número de redactores aumentó, tenía ya el encargo de cubrir al equipo del que menos hincha me sentía.
-“¿Y hasta cuándo?”, le consulté.
- “Durante el tiempo que estés aquí”, me respondió sonriendo.
- “Va a ser difícil”, insistí.
- “Tienes que escribir con pasión, que la gente piense que eres hincha de ese equipo, que crea que sientes lo mismo que sienten ellos por esa camiseta, por esos jugadores. Así son los de El Gráfico, revisa”, me sugirió.
Yo, la verdad, lo único que quería era que los parta el carro. A los editores, se entiende.
Igual, fingí lo necesario a la hora de llenar de ideas los textos cuando de una crónica futbolera se trataba. La experiencia laboral en esa redacción pese a todo, me sirvió para conocer en persona a figuras de la versión argentina, como Diego Borinsky, Miguel Ángel Rubio, cronistas de alto vuelo que visitaron nuestra redacción a modo de instructores para perfeccionar el estilo del ‘staff’ de redactores peruanos que ante el éxito inicial empezaba a engrosarse. También vino en su calidad de director de El Gráfico argentino, Aldo Proietto. Claro, en este caso conocerlo es un decir, porque el tipo se sentó en un restaurant con el personal administrativo de la empresa periodística que lo acogía acá y nos puso a todos los redactores al frente, grabadoras en mano, mirándolo comer. En toda su estadía, breve, nunca nos dirigió la palabra. Era muy argentino el tipo, cruzado con alemán tal vez. Si yo debía dudar acerca de mi sentido de pertenencia a la familia de El Gráfico, ese era el momento ideal, evidentemente.
El divorcio
Un día de 2000, apareció en los medios un concurso literario exclusivo para prensa deportiva llamado ‘Pelota de Trapo’ organizado por la FPF, $2.500 de premio al primer lugar. Único en su género sí. Pero porque nunca más lo volvieron a hacer. Con Raúl Vargas de presidente del jurado calificador y miembros reconocibles tales como Jorge Salazar de la FPF y Jaime Bedoya de Caretas. Participaban artículos publicados en 1999, máximo tres por autor. Justamente, un par de meses atrás, mi entrañable editor tomó un mes de vacaciones y mis crónicas durante ese lapso no sufrieron modificaciones. Obviamente, de aquel periodo saqué las tres para enviar. Las otras tenían mutilaciones nivel God of War.
Si había aprendido algo de El Gráfico argentino, era esa capacidad para crear o recrear lo que no existe, era entonces una buena oportunidad para plasmar lo asimilado con tanto entusiasmo. Uno de los tres artículos elegidos por mí para el concurso estaba titulado: ‘Los Partidos de la Década’, sobre actuaciones de clubes locales a nivel de Copa. La nota ensayaba sentimientos de fervor, tres crónicas coperas sentidas, emotivas y de equipos importantes del fútbol peruano descritos en primera persona, como testigo presencial. La crónica era mi hábitat natural, lo sigue siendo y más allá de las muchas otras cosas que me interesa llegar a hacer, a esa voy a volver un día. Claro, luego por exigencias del mercado se tiene que cambiar muchas veces de género y estilo porque los que están arriba tuyo jerárquicamente, sienten que saben más que tú acerca de lo te viene mejor, y si no lo sienten, pues te lo quieren hacen creer para que escribas otra cosa. En fin, el artículo en mención ganó semanas después el premio mayor, yo cobré los $2.500 y aproveché con ello para renunciar a El Gráfico Perú (donde años después volvería como editor general).
Había consolidado mi post grado en arte dramático llevado al papel. Comprobé entonces que El Gráfico, inclusive la versión peruana, esa con la que daba al fin por concluida mi relación ‘amor-odio’, tenía una magia especial. Porque los tres partidos que escribí en primera persona narrados como vivencia personal, empapados de fervor, pletóricos de emoción, nunca los vi, ni siquiera estuve aquí cuando se jugaron. Hacer parecer realidad lo que muchas veces era fantasía. Esa fue la magia que algunos aprendimos en la escuela de esa casa editorial argentina. El Gráfico ha muerto, su cabeza seguirá entumecida por el resto de los tiempos. Pero lo aprendido, lo bueno y lo no tanto, no.
Es como montar bicicleta, nunca se olvida…