Miguel Villegas

Fue todo lo que podía ser un futbolista adolescente que cumplió años, pero nunca envejecía: pistero, calichín, profesional, seleccionado, entrenador, columnista, ácido, renegón, papá, abuelo, símbolo, actor de Risas y Salsa, ídolo, gigantografía, bandera. Le faltaba ser inmortal, hasta que la noche del martes, tras una penosa y larga enfermedad, hizo también ese check.

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Roberto Chale Olarte ha fallecido y con él se va una historia escrita que podría llenar una biblioteca. Fue tres veces campeón con la U, una con Defensor, en su etapa de Niño Terrible, más o menos, una década en la que se presentó ante el mundo como un mediocampista ofensivo que, más que patear la pelota, acariciaba. Cómo técnico, fue tricampeón con la U, cuando ya había dejado los pantalones cortos y usaba buzo Prime en XL, y dirigió a la selección para la Eliminatoria del mundial México 86, que para los peruanos de mi generación se resume en el partido contra Argentina en Lima, la tarde en que Reyna anuló a Maradona y él, Chale, se inventó todo en un vuelo a Venezuela.

En sus años más gloriosos, repetía, fue al primer mundial a colores, jugó 4 partidos, hizo un gol -a Marruecos, tras zig zag- y volvió a Lima con la sensación -me explicó una tarde de pandemia, vía WhatsApp- que sí nacía 30 años después sería “tan millonario como Pizarro” y “más histórico que Paolo”. Era así, con la autoestima por encima del promedio, con el dardo apuntándote en la cabeza y con la sabiduría que a veces rompe los límites: se sabía bueno. Y sabía que los demás lo sabían.

Su biografía se puede explicar desde la geografía limeña que es, según cómo se mire, o muy pueblerina o muy cosmopolita. El barrio y el Interbarrios. Magdalena, Breña y el Potao. Allá afuera se aprende dribleando postes, recibiendo patadas, y se cultiva la personalidad, eso que se tiene o no se tiene. Eso sí, no se hacen pesas ni dietas.

En 1970, su primer y único Mundial, Roberto Chale jugó un partidazo ante Bulgaria con esa misma desfachatez de cuando era quinceañero, su sello. “El peruano se asocia -decía-, le gusta jugar con alguien, entretenerse con alguien”. En el medio, jugaba a jugar, sin responsabilidad de marca porque para eso no fue educado. A los 27 minutos de aquel partido con Bulgaria, mientras por ahí desfilaba, ya tenía la camiseta fuera del short -el único de los 22- como prueba de su rebeldía. Y la sonrisa que le achinaba los ojos y le hacía mostrar las muelas. Tenía 25 años, pues. Hizo tantas paredes en ese mundial que la cancha parecía un condominio. Es más, ese podría haber sido su tercer apellido.

“Nunca me fui de Lima, ni pensaba en Europa, yo aquí estaba cómodo. Toto Terry decía que ni siquiera en París encuentras lo que aquí sí. Y yo le hice caso, jeje”, se reía, en los últimos años, como si el fútbol no fuera profesión sino hobbie. Y como él mismo decía y todos lo sabemos, en lugar de ser un megaprofesional del fútbol, decidió solo ser un hombre feliz. Hasta los 77 años de edad. Feliz nomás.

Y los hombres felices no deberían morirse.

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