El Primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, fue acusado de racista por una foto que se tomó en sus años universitarios.
El Primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, fue acusado de racista por una foto que se tomó en sus años universitarios.
Victor Krebs

Hace unas semanas, el primer ministro de Canadá tuvo que enfrentar una ola de críticas que amenazaron su reelección. fue obligado a disculparse públicamente por una foto de sus épocas universitarias, en la que . No hubo tiempo para ninguna reflexión, como sucede cada vez que el espectáculo se apropia de alguna controversia; ni siquiera hubo dudas del racismo sobre el que, universalmente, se juzgó necesario el mea culpa. El alboroto que provocó en las redes sociales, junto a la proximidad de las elecciones, simplemente lo obligaron a presentarse ante los medios para pedir perdón.

Al leer esta noticia, inmediatamente pensé en una foto mía que acababa de encontrar en un antiguo álbum. Yo tendría nueve o diez años, más o menos, en la Lima de los setenta, y en la foto estaba disfrazado de mujer andina, con mi pollera, sombrero y poncho típicos. Me pregunté en ese momento, si yo estuviese postulando para algún puesto público, ¿tendría que disculparme también?

Muchas cosas que nos son absolutamente claras hoy, en otros tiempos, ni siquiera aparecían en el horizonte. Compartíamos entonces y éramos definidos, todos, por prácticas, maneras de hablar y pensar que, a medida que va madurando nuestra conciencia colectiva, se van haciendo socialmente inaceptables. Lo que hoy puede juzgarse políticamente incorrecto, en ese época, era perfectamente la norma.

Claro que eso no cambia en absoluto el hecho de que los criterios que tenemos ahora tendrían que haber sido aplicables también entonces. Después de todo —por lo menos en conciencia social y en el sentido de la igualdad— suponemos estar evolucionando. No debería haber habido discriminación contra los indios cuando llegaron los españoles, por ejemplo, ni gente tratada de la manera en que se los trataba impunemente. Pero, en ese entonces, la conciencia de hoy (que tanto sufrimiento ha costado adquirir) no era parte del mundo en el que se vivía; ni el sentido de la igualdad de derechos, parte de la visión de vida.

Y, aunque eso no lo justifica, sí le pone límites al moralismo que nos puede embargar al blandir la espada de la corrección política. Se trata más bien de saber de qué es lo que podemos acusar a alguien en un pasado cuando el crimen del que lo acusamos no era un crimen. La corrección política no es retroactiva. ¿Acaso deberíamos dejar de leer a Platón porque condonaba la esclavitud de su tiempo?

Pero la corrección política sí es prospectiva. No es tanto un arma para juzgar, como un instrumento para reflexionar; no una mirada censora hacia atrás, sino una mirada compasiva hacia el futuro.

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Hace unos días se difundieron imágenes de una celebración de Halloween en un club de tenis limeño, donde las socias se habían disfrazado de mujeres andinas. En 1999 el personaje de la Paisana Jacinta hacía de la burla de la cultura andina una diversión. Hoy es cada vez más frecuentemente repudiado por perpetuar un estereotipo denigrante y racista que queremos dejar atrás.

En el Twitter, también en Halloween, alguien daba consejos sobre cómo vestirse para celebrar el día de las brujas. Así leía: “Lista de lo que NO debes disfrazarte: mujer, negro, indígena, chino (o algo similar), latino person, LGBTQ, refugiado, víctima de genocidio, Greta Thunberg, musulmán, judío, payaso psicópata, vendedor de arepas’”. Es claro que se puede ir demasiado lejos con la demanda de la corrección política. Esta no es una regla universal aplicable a todos los casos por igual. Es una idea regulativa que nos ayuda a discernir, en cada caso particular, la práctica de aquello que se ha hecho inaceptable.

Cambian los tiempos y cambian los valores y todos debemos ir avanzando juntos, saliendo de las cavernas en las que antes vivíamos. La corrección política, cuando se adopta irreflexivamente, puede hacernos insensibles a los matices que en cada instancia particular hay que tomar en cuenta antes de juzgar y acusar; y de los que también, sería de esperar, uno mismo podría aprender.

Carentes de solidaridad y empatía, es imposible aprender de cada nueva instancia y con cada experiencia, incluso de la propia estrechez y prejuicio; y se hace también imposible, sin ellas, construir comunidad. La exigencia de corrección política debe servirnos para educar y aprender juntos, más que para acusar y condenar.

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Hace apenas un par de décadas, el mundo era en algunos aspectos completamente otro, y muchas expresiones que hoy están censuradas y se consideran políticamente incorrectas, en ese entonces no lo eran, como “pareces una niña” (como crítica o burla a un varón) y “no seas maricón” (acusando a alguien de cobardía). En Estados Unidos, por dar otro ejemplo, llamar “black” a un afroamericano, u “oriental” a un asiático, puede ponernos en aprietos.

El lenguaje que usamos es inseparable de nuestra conciencia. En pro de la corrección política, comenzamos a usar el mismo vocabulario, a blandir los mismos argumentos, y a pensar todos igual. Pero el lenguaje se convierte en un obstáculo cuando adoptamos solo la letra, habiendo olvidado o nunca aprendido cuál es el espíritu de la ley, por esa mera repetición automática del vocabulario de moda.

No es solo lo que se dice o se hace lo que cuenta, sino, sobre todo, la intención, la conciencia y la actitud con la que se dice o se hace. En la lucha contra nuestros prejuicios, estamos todos juntos, y hay que aprender a discernir cuándo tenemos no una ocasión para acusar sino, más bien, una oportunidad para avanzar unidos en el camino hacia una sociedad mejor, sobre todo en una cultura tan llena de taras y complejos sociales como la nuestra.

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