MIRAFLORES 
Decenas de hinchas se congregaron en el parque Kennedy, en la calle de las Pizzas y en la avenida Benavides, que terminÛ siendo tomada por los seguidores de la blanquirroja.
[Foto: Alonso Chero]
MIRAFLORES Decenas de hinchas se congregaron en el parque Kennedy, en la calle de las Pizzas y en la avenida Benavides, que terminÛ siendo tomada por los seguidores de la blanquirroja. [Foto: Alonso Chero]
Jaime Bedoya


Hace rato que el hincha peruano merece un monumento a la altura de su lealtad inquebrantable, que algunos malsanamente llaman masoquismo. Un obelisco, un arco triunfal con campanas, una arbolada alameda que cobije el andar de sus penurias legendarias con el consuelo propio de una madre. Nada que breve adenda al contrato respecto a los Panamericanos no pueda resolver. Comisiones investigadoras, habrá varias. La esperanza es una sola.

     Treinta y cinco años de frustración futbolística han desarrollado un acervo sentimental y psicológico complejo en la psiquis del hincha peruano. Es una masa amorfa que ocupa el estado de ánimo con una serie de señales repetidas que configuran optimismo, realidad y resignación, y nuevamente, terca, la ilusión, en una cadena de eventos que en su repetición encuentran un estilo.

     Empieza por la meteorología: sale el sol, señal de triunfo. No sale, es la condición óptima para jugar.

     Sigue con la premonición sin fundamento, el famoso ahora sí. (¿Ahora sí qué?). O su variante, el algo me dice. (¿Qué algo? ¿Qué te dice?).

     El circuito culmina con lo cinético hacia ninguna parte, recurriendo a la esperanza como combustible eternamente renovable: vamos con todo, vamos con fe.

     Los noticieros amanecen con banderas digitales flameando con falsía desde los monitores y camisetas bicolores desplegadas sobre la mesa de conducción a manera de sacrosantos manteles de un banquete aún improbable. Lo que sigue es el desayuno de los campeones que todavía no le han ganado a nadie, y la persecución al vehículo del equipo de todos al interior del cual algunos escuchan salsa, otros reggaetón, mientras la expectativa patria se materializa en el andar de un bus de lunas polarizadas que va rumbo a su destino a 15 km/h bajo ceremonial escolta policial. La fuerza del rito.

     Y entonces llega el partido. Noventa y pico minutos, según árbitro e inclinación gravitacional de la cancha, dedicados a intenso sufrimiento emocional y a la renovada batalla contra la estadística y la historia, gestas apenas guiadas por la tenue luz de esa velita misionera que ilumina la fe de tu hogar durante las eliminatorias: creer en el equipo.

     Si llega como ahora la evasiva y renuente miel del triunfo, el compromiso se renueva: yo lo sabía, nunca dudé, y demás etiqueta respecto a cómo subirse al coche. Y a celebrar, que no es todos los días.

     Mediante concurso público habría de convocarse a las mejores sensibilidades artísticas, aquellas capaces de interpretar y materializar los fútiles anhelos mundialistas a lo largo de las décadas de asomarse a lo que nunca llegó. Impulsos acumulados en la fantasía nacional con la misma persistencia que la grasa se adhiere a la arteria de alguien proclive a las parrilladas.

     La base de ese monumento debiera ser una calculadora, un ábaco, cualquier artefacto afín a la contabilidad. Coronándola, una prenda interior tensa, ajustadísima hasta la última potencia. O mejor aun, un arrugado corazón blanquirrojo que en vez de latir repite, y se la cree, vamos con todo, vamos con fe. Si no es Rusia 2018, será Qatar 2022.

     Un hincha nunca se rinde.


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