Lima, octubre de 2014. Un joven observa el panorama tras el incendio que destruyó uno de los edificios emblemáticos que rodean la plaza Dos de Mayo en el centro histórico.

[Foto: Alonso Chero / Archivo]
Lima, octubre de 2014. Un joven observa el panorama tras el incendio que destruyó uno de los edificios emblemáticos que rodean la plaza Dos de Mayo en el centro histórico. [Foto: Alonso Chero / Archivo]
Alberto Vergara


                                                                                             Para Inés, ¡fuerza!





En estos últimos días, Lima ha mostrado una cara terrible: incendios, obras agrietadas, tráfico al borde del colapso y buses desbarrancados. Coyuntura para pensar en la evolución de nuestra capital. Este texto se acerca a Lima y sus transformaciones durante las últimas tres décadas a partir de tres documentos inexplicable y mayoritariamente desconocidos en nuestra esfera pública: un libro que recopila columnas humorísticas de los años ochenta, un documental de inicios de los noventa y un libro del 2015. En días de Feria del Libro, el artículo también puede ser leído utilitariamente: unas cuantas recomendaciones.


—La mecha: “Caín y Abel”—
La columna “Caín y Abel”, escrita por Rafo León, apareció durante casi todo 1987 en el suplemento humorístico ¡NO! —que venía con la revista ¡SÍ!—. No recuerdo qué día se publicaba, pero sí que ese día yo regresaba del colegio ilusionado con devorar el suplemento, comenzando por la página central en la que, a doble cara, cada semana nos encontrábamos con un mismo suceso narrado, analizado y poetizado por dos hermanos tan distintos y enfrentados como el Perú de entonces: Caín y Abel.

Durante años aquellas columnas solo existieron en mis recuerdos, hasta que hace algunos meses y por completo azar me topé con un libro que las compila todas (Caín y Abel. Contracultura, 2014). Me tiré encima con la misma ilusión de cuando tenía 12 años. Lo leí de un tirón. Mi nostalgia no fue decepcionada, me carcajeé con ganas. Pero, sobre todo, encontré una pieza de archivo fantástica sobre la Lima de fines de los ochenta. Y, en realidad, leído con tres décadas de ventaja, un documento en el que percibimos que entonces la ciudad incubaba ya su propio futuro; o mejor, que incubaba un futuro probable entre otros posibles futuros.

"Caín y Abel" (Contracultura, 2014), de Rafo León, una recopilación de sus artículos publicados en la revista "¡Sí¡"
"Caín y Abel" (Contracultura, 2014), de Rafo León, una recopilación de sus artículos publicados en la revista "¡Sí¡"

“Caín y Abel” es una pieza finísima de humor costumbrista. Los gemelos Caín y Abel tienen 17 años y son hijos de Adán Fernández y Eva Gonzales. La familia vive en Santa Beatriz y los gemelos estudian en el colegio nacional Bartolomé Herrera. En cada una de las entregas, esta familia de clase media pasa alguna peripecia que nos es narrada por cada hermano. Caín es subte y bajista del grupo Flatulencia, se reconoce “cholo punk” sin más ídolo que Sid Vicious, y sus principales aliados en su cotidiana lucha contra el sistema alienado son sus amigos el Moco Verde, Menstruación Aguirre, la Pocha Caracha y su perro Asco. Abel, en cambio, es un niño modelo que va a clases bien aseado, lee a Gabriela Mistral, escucha a Clayderman y Julio Iglesias, su indisimulable amaneramiento convoca la maldad de los colegiales y, antes que nada, se desvive por su madrecita, a quien sueña un día sacar de ese barrio con tanto cholo e instalarla en Miraflores.

Con este contexto y personajes, Rafo León hila unas historias que son, para decirlo con Oscar Malca, un cague de risa. Y no hay forma de que yo pueda aquí explicar la fórmula de ese hilarante despiporre. Vaya, busque el libro y, si no se ríe, le devuelvo la plata.

El punto que quiero desarrollar aquí es más aburrido: “Caín y Abel” constituye un falso reality —la posmodernidad lo aguanta todo— de los ochenta cuando no solamente presenciamos las disputas entre un joven modosito y su gemelo punkeke, sino que, en realidad, somos testigos de una gran pelea por la ciudad y el país.

A través de Caín, observamos todas las variedades de insurrección. Las que organiza en el colegio para boicotear el desfile “fascista” de fiestas patrias, la marcha para descarrilar otra organizada por la parroquia contra las drogas. En algún episodio esconde en su casa a un exprofesor acusado de senderista. Con sus patas hablan del MRTA. Y, en general, forma parte de la movida subte, popular y creativa, que deambulaba por el Centro y Lince, Breña y Jesús María, la cual encarnaba una genuina, aun si adolescente y primaria, rebeldía. Es una insubordinación contra el sistema alienado, que incluye al capitalismo, los pitupunks, el fascista Alan García, los pacharacos, la parroquia, los surfers, las Fuerzas Armadas, el sol del verano, etc. O sea, en Caín y su rebeldía colegial despunta un militante potencial para algún proyecto que el historiador José Luis Rénique adscribiría a la “tradición radical peruana”. Un par de versos del grupo Flatulencia lo establecen con meridiana claridad: “Pedo, pedo, pedo, la verdad da miedo/ Caca, caca, caca, te meten a diario la huaraca”.

Gamarra, en La Victoria, se ha convertido en uno de los símbolos de esa ciudad emprendedora de los últimos tiempos: ahí conviven el éxito y el caos.
Gamarra, en La Victoria, se ha convertido en uno de los símbolos de esa ciudad emprendedora de los últimos tiempos: ahí conviven el éxito y el caos.

A través de Abel, en cambio, oímos una tradición conservadora limeña que ante el desorden político y social de aquellos días se lleva el rosario a la boca y convoca a los militares. El ánimo político de Abel gravita entre el horror a los “cholos anarquistas” y su sueño mayor: divorciar a su madrecita para casarla con Luis Bedoya Reyes. Leer los testimonios de Abel en 1987, además, revela a un sector de la sociedad peruana que, aunque parezca contradictorio, se prepara simultáneamente para Vargas Llosa presidente y para Fujimori presidente. Dicho de otra manera: sus reflejos políticos ya anhelaban el autoritarismo (“las fuerzas armadas sirven para evitar el comunismo”, se queja Abel cuando eliminan el toque de queda), pero la irrupción de Vargas Llosa contra el intento de estatización de la banca genera también una vía efímera —y acaso condenada al fracaso— de derecha democrática nacional. Porque, en realidad, bien vista, la agitación principal que despierta el mitin de Vargas Llosa en Abel es que “yo lloraba de emoción de ver a toda esa gente de los barrios más exquisitos que se habían puesto sus mejores galas para ir a vivar por la libertad”. Al leer esto inevitablemente he recordado los mítines con zona vip del candidato Pedro Pablo Kuczynski. ¿Era Abel, más que vargasllosista, la vanguardia histórica del ppkausismo?

Como suele ocurrir, el personaje que atrajo más atención intelectual de estas crónicas fue el insubordinado Caín y, en general, la movida subterránea. Y hay una producción reciente muy interesante sobre el periodo. Sin embargo, el personaje que realmente prefigura el futuro de Lima es Abel. Este nos recuerda que un sector enorme de la población peruana no solo amó a Fujimori por lo que hizo, sino porque, aun sin conocerlo, lo aguardaba ya con esperanza. El anhelo pinochetista preparó la cosecha chinochetista.

—El combo: Metal y melancolía—
“Fujimori ganó gracias a nosotros”, afirma uno de los tantos taxistas que aparecen en Metal y melancolía, el precioso documental de Heddy Honigmann, filmado en las calles de Lima en 1992. Ellos, asegura, llevan las noticias de un lado a otro y eso permitió que el chinito desconocido acabase de presidente. Pocas coyunturas han sido más definitorias para el país como aquel inicio de los noventa. En unos pocos meses, la mechadera interminable entre Caín y Abel se acabó. Aunque es una película urdida, antes que nada, desde lo humano, también hay que subrayar que no sobran los documentos históricos que transparenten tan fina y claramente esa época fugaz pero definitoria; una coyuntura, un combazo que finiquita una era de movilización, desorden y disputa.

Metal y melancolía es un documental injusta e inexplicablemente desconocido en el Perú. A través de una docena de conversaciones con taxistas limeños —en medio del tráfico, los temores y carestías de la época—, nos asomamos a la biografía de estos choferes, pero también a la historia que los atraviesa. Relatos ciudadanos marcados por su ciudad.

La película centra su atención en taxistas asimilables a la figura del padre de Caín y Abel. Una clase media limeña, muchas veces con puestos de trabajo en el Estado, que se pauperizó durante los ochenta y terminó en la calle con las reformas económicas de Fujimori. No es una clase media en el sentido que le damos hoy, definida a partir de un indicador puramente monetario; es una clase media que lee el periódico, informada, crítica, que habla articuladamente. Arrastrada a la informalidad por el desastre aprista, no por ilusión hernandodesotista. Estos taxistas deploran su precarización. “No es más bonito, es más rentable”, dice uno al comparar su quehacer actual con su trabajo como PIP; “nunca me imaginé llegar a esta situación”, lamenta otro. El sistema económico y social que está naciendo los desprecia: parásitos del Estado.

Una escena de "Metal y melancolía", un documental  que lamentablemente ha sido poco difundido en el circuito peruano.
Una escena de "Metal y melancolía", un documental que lamentablemente ha sido poco difundido en el circuito peruano.

Metal y melancolía filma en las calles de Lima el encuentro forzado de esta clase media tradicional abatida —y acaso habría que decir moribunda— que, desde su carrito familiar y cochambroso convertido en taxi, atestigua el progresivo nacimiento de otra clase media, una que tiene por héroe al informal, cuyo emblema y medio de transporte es una combi, y su ideología el día a día. Si el taxi clasemediero de 1992 aparece rodeado y amenazado por la novedad de la combi, también hay que constatar que todavía no pericotean los Ticos ni asoman las station wagon de timón cambiado. En 1992 todavía queda mucho por desregular en la vida nacional.

En esta película resuena el Umberto D. de Vittorio de Sica; un filme sobre dignos sobrevivientes. Y donde “sobreviviente” no es una hipérbole. “Aquí no podemos parar porque nos disparan”, le dice un taxista a la documentalista. Otro cuenta la historia de un colega que salió a trabajar en día de paro armado y recibió un balazo. Y con dignidad venden alfajores y lapiceros que llevan en la guantera, embolsan habas que ofrecen a las bodegas de Lima… “Casi da vergüenza”, afirma uno de estos choferes que la documentalista no reconoce, pero todos quienes hayan visto las películas de Francisco Lombardi ubicarán fácilmente. De hecho, luego, mientras maneja, interpreta una de sus escenas en La ciudad y los perros.

Las calles de Lima, en Metal y melancolía, aparecen repletas de una miseria que ya no vemos hoy; los retenes contra los coches bomba marcan el zigzag de los carros. En la radio oímos que Abimael Guzmán ha sido juzgado a cadena perpetua. Es una ciudad de ciudadanos “en las últimas”, como describen varios a sus propios autos. Fujimori afirma su reino sobre la desesperación. Manos libres para reformarlo casi todo. Contra Caín y su viejo; con la bendición de Abel y su madrecita.

Lima, Julio de 2017. Tomas aéreas del cerro San Cristóbal, en el Rímac.

[Foto: Bryan Albornoz]
Lima, Julio de 2017. Tomas aéreas del cerro San Cristóbal, en el Rímac. [Foto: Bryan Albornoz]

—El nuevo orden: Lima y sus arenas
Veinticinco años después, Lima es otra. Su metamorfosis no tiene un sentido específico; tampoco es un sinsentido. Desde aquellos días en que Heddy Honigmann filmó en las arterias de la capital, ¿qué se estableció y cómo perduró? Danilo Martuccelli ha respondido a estas preguntas en Lima y sus arenas (Cauce Editores, 2015), un libro ambicioso y estupendo sobre la Lima contemporánea. Pero nadie le ha dado bola. Un autor sin panaca. Se trata de un reconocido profesor de Sociología en París. Para la derecha eso suena a chavismo —mejor vuelven a su traducción de Acemoglu y Robinson—. Y la izquierda también desconfía, porque el autor practica una sociología sospechosamente individualista, en la que no se culpa al neoliberalismo de cada problema nacional. Mejor releen su traducción de Bourdieu.

Según Martuccelli, las transformaciones más sobresalientes en nuestra capital son de carácter social y cultural. Ni la ciencia política ni la economía poseen el filo necesario para cortar ese jamón. Solo la sociología. En este cuarto de siglo, Lima construyó un nuevo tipo de “sociabilidad”. Hay una nueva forma de relacionarse entre los limeños que ha hecho de la capital un universo con sentido propio, “independizado” del resto del país. Tal vez sea aún difícil ser peruano, pero es natural ser limeño. Las tesis dualistas (por ejemplo, digo yo, Lima limeña/ Lima provinciana, Los Mojarras) han sido superadas. La ‘invención’ de esta nueva ciudad común y moderna (ojo al uso raro de la palabra invención en las ciencias sociales nacionales, siempre dadas a subrayar las permanencias) se realiza desde algunos rasgos esenciales. De un lado, se erige sobre la muerte de “el pueblo”. Es decir, la desaparición del universo político de Caín. Asimismo, la informalidad ha devenido en el ungüento social de los limeños. La informalidad no es en estas páginas una insurrección contra el Estado todopoderoso; es salvar el pellejo constantemente ante un Estado incapaz de cumplir las funciones más básicas.

¿Quién ha construido esta nueva Lima? El personaje central de su modernidad no son las clases altas que excitaban a Abel; estas, asegura Martuccelli, asumieron su debilidad en la ciudad y renunciaron a liderar su desarrollo (“una ciudad atravesada de combis que vienen de sitios que ignoro y van a destinos que desconozco”, Bryce Echenique); tampoco es el universo del taxista clasemediero, proveniente de los mismos barrios donde de noche Caín y sus amigos mataperreaban. El actor central ahora es el informal enriquecido. El boom económico permite a todos “darse sus gustitos”. A la vuelta de un cuarto de siglo, aquello que era escenografía inerte de las calles de Metal y melancolía —la combi y el cambista, el achoramiento y el recurseo— han adquirido, voz y preeminencia. El informal upgradeado a emprendedor. Si los conos ni siquiera son mencionados en “Caín y Abel”, y solo se les intuye en Metal y melancolía, ahora son actores principalísimos en la ciudad. Uno casi diría que mandan. Pero mandan en la construcción de una sociabilidad común citadina; no en el sentido político del término. Es un élan de abajo y apolítico. Lo importante es la aparición de un sustrato moderno y común que nadie planificó.

"Lima y sus arenas", de Danilo Martuccelli (Cauces Editores, 2015)
"Lima y sus arenas", de Danilo Martuccelli (Cauces Editores, 2015)

Una capital mucho menos racista y jerárquica que antes. También más informal y achorada. Al leer a Martuccelli he recordado a Hobbes: el fundamento último que demuestra la igualdad de los individuos es que cada uno puede ser el verdugo del otro. Es la emergencia germinal del individuo y la horizontalidad. A contrapartida del análisis cascarrabias que suele dominar nuestra producción intelectual, el libro se cierra optimistamente. Aun si informal y desamparado, el nuevo individuo limeño, achorado, igualitario y con mucho más billete, es potencialmente el ciudadano de una democracia futura.

Sin embargo, optimista no es cándido. Martuccelli no es nuestro profesor Pangloss. Como es evidente, el nuevo individuo y la informalidad pueden encontrarse en un container con candado y en llamas. Lo que se enuncia en Lima y sus arenas son las condiciones de posibilidad para algo mejor. La horizontalidad y el individuo como materia prima de un nuevo orden. Pero también se señala la despolitización radical de esa sociedad más horizontal e individual. La voz política y cantante no la lleva ya el insurrecto Caín, tampoco el taxista maduro y crítico de Heddy Honigmann. En realidad, ya no hay voz cantante. Martuccelli parece describir una disbanded multitude (otra vez viene Hobbes en mi ayuda). ¿Cómo transformarla en un cuerpo político capaz de materializar el horizonte democrático y ciudadano si ya nadie habla, critica ni propone? La celebrada prosperidad informal es muda. En la ciudad hace falta perderle el miedo a un buen debate. Tal vez sería saludable recuperar algo de la mechadera entre Caín y Abel. Que no es el djihadismo de la nada que puebla Twitter. Pero Martuccelli no pisa esos terrenos políticos. Lo suyo es un balance de la ciudad y luego la evocación de una posibilidad. Si le dan un chance al libro, el debate está servido.

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